Vicente Herrera Márquez
Nachopé
ese invierno pasó casi todo el tiempo en cama, debido a un fuerte golpe en su
cabeza que sufrió al caer sobre una gran piedra impelido por un fuerte
ventarrón patagónico, un día que elevaba un barrilete junto a su abuelo.
Ahora
en primavera, ya repuesto, no veía la hora de salir a correr y recorrer los
alrededores del pueblo.
Un
día temprano en que el sol prometía, se puso de acuerdo con su gran amiga
Sofía, compañera de colegio y de correrías infantiles para hacer un paseo, con
la intención de caminar hasta el rio, distante más o menos 15 kms.
Como
ambos compartían atracción o más bien pasión por los caballos, la intención era
verlos de cerca y fotografiarlos en todo su esplendor. Sofía los dibujaba y
pintaba muy bien y a Nachopé le gustaba tallarlos en madera o modelarlos con cualquier
material fácil de moldear como arcilla, yeso, plastilinas e incluso simple
barro.
Cuando
llegaron al rio comieron parte de los sándwiches que les habían preparado ambas
mamás y bebieron un poco del jugo y leche que llevaban para mitigar el apetito
y la sed de la tarde que pasarían en el campo.
No
encontraron caballos, por ningún lado.
El
sol que prometía se cubrió de nubes y comenzó a caer una fina llovizna, a la
cual no dieron mayor importancia ya que Nachopé iba con una casaca especial
para lluvia y Sofía además del cortavientos llevaba una capa para lluvia, pues
sus mamás sabían que podrían encontrarse con llovizna e incluso son alguna
lluvia pasajera. Pero cuando comenzaron
a emprender el regreso como a las cuatro de la tarde el temporal arreciaba. En
un pequeño cerro divisaron un único árbol, corrieron hacia él y allí se cobijaron en una especie
de refugio que alguien había improvisado con ramas, cartones y latas bajo aquel
no tan frondoso árbol solitario.
Se
acurrucaron uno muy junto al otro por el frio que hacía, se comieron todo lo
que les quedaba, y bebieron otro poco de jugo y leche.
Pasaban
las horas y el temporal continuaba, en un momento ambos se miraron y por las
mejillas de ambos vieron correr sus lágrimas, pensaron en sus respectivas
mamas, que estarían haciendo ahora y que pensarían.
Sofía,
que siempre en su bolso llevaba papel y lápices de colores, entre sollozos se
puso a dibujar caballos, mientras Nachopé disimulando su pena y pensando que él
tenía que mantener o por lo menos simular tranquilidad y entereza, con su
cortaplumas y un trozo de madera comenzó a tallar un corcel.
Tanto
se entusiasmaron en lo que hacían que poco les importó la oscuridad que los
comenzó a envolver, solo alumbrados por la linterna que Nachopé siempre llevaba
en su mochila.
Sofía
dibujo decenas de caballos de todos los colores y de todos los tamaños y sin
quererlo ni pensarlo, por primera vez, a todos les pintó alas abiertas como si
fueran volando.
Nachopé
talló como 10 caballos en todas las posiciones, incluso al trote lento y al
galope desbocado y sin darse cuenta ni ponerse de acuerdo con Sofía con su
afilada cortaplumas a todos les talló alas abiertas y todos en posición
dispuestos a elevarse.
Posiblemente
ambos sin quererlo y sólo con el deseo de poder salir de allí y estar con los
suyos juntos al calor del hogar, al no poseer ellos alas se las dieron a sus
caballos.
Tantos
los dibujos de Sofía como los tallados de Nachopé eran hermosos. Después de
contemplarlos por un rato ambos bebieron el poco de leche y jugo que les quedaba se arrimaron uno junto al otro y así pensando
en sus padres y hermanos se quedaron profundamente dormidos.
Ya
amaneciendo, aún con nubarrones amenazantes, lagunas y lodazales por todos lados, pensaron que debían
buscar la forma de volver pero con la espesa neblina que los rodeaba no
atinaban que rumbo tomar.
Tenían
sed, vieron que de unas rocas junto al tronco del árbol que los cobijó brotaba
una pequeña vertiente de agua cristalina, de allí bebieron y saciaron su sed, también se lavaron y ello les ayudo a despertarse por
completo.
Escucharon
el relincho de un caballo e inmediatamente pensaron que podrían ser sus padres
que los buscaban o algún arriero que pasaba por el lugar. Hicieron esfuerzos
para ver a través de la niebla, pero nada lograron ver.
Luego
oyeron otro relincho y otro y otro, no era un solo caballo, era una “tropilla”.
Comenzaron
a llegar muchos caballos que muy pronto los rodearon a ellos y al árbol
solitario que los cobijó.
Algo
les llamo la atención de los caballos que llegaban, eran de los mismos colores
y de las mismas formas que los que Sofía
había dibujado y Nachopé había tallado y ¡¡¡Ohhhh, todos tenían alas!!!
Dos
corceles alados hermosos se acercaron tanto que ellos pudieron tocarlos y
pensaron que debían montarlos y en ellos
tratar de regresar casa. Ambos, a pesar de su corta edad, sabían montar muy
bien, eran expertos jinetes.
Como
saber qué rumbo tomar ante aquella espesa cortina de niebla, trataron de partir con el rumbo que ellos
pensaron era el correcto, pero los caballos no obedecieron y tomaron el rumbo
contrario, los demás caballos los rodearon y con un suave y sostenido galope
todos siguieron a los jinetes que se dejaban llevar por aquellos briosos
corceles.
Atravesaron
sobrevolando pantanos y lagunas, nada reconocían de los lugares por donde
pasaban, la niebla y los estragos del temporal distorsionaban el paisaje.
Después
de un rato de andar, más bien volar, escucharon gritos y llamadas de personas
adultas y de niños, eran sus padres, hermanos, vecinos y amigos del pueblo que
los habían buscado durante toda la noche.
Allí
estaban consternadas ambas madres que cuando vieron a sus hijos rompieron en
llanto de alegría y corrieron a abrazarlos.
Ellos
se bajaron de los caballos y corrieron a los brazos de sus respectivas madres.
Después
de los abrazos, llantos y lágrimas y cuando ya tranquilos y alegres todos
preguntaban cómo habían vuelto y por qué camino, si la lluvia había borrado
todas las huellas, ellos se dieron vuelta y al unísono dijeron: nos trajeron nuestros
amigos los caballos, esos que están allí, todos miraron hacia donde los niños
señalaban, miraron y no había nada, ni rastros de caballos.
Nadie
los había visto tampoco.
Nachopé
y Sofía se miraron y solo atinaron a
pensar en los caballos dibujados y tallados. Con un gesto de complicidad se
pusieron de acuerdo que cuando pasaran
los efectos del temporal y el tiempo estuviera mejor, de nuevo irían hasta el
rio y aquel árbol solitario del que manaba un manantial de agua cristalina, a
visitar a sus nobles amigos: los caballos. Mientras sus pensamientos guardaban
aquella vivencia de los 12 años, ateridos de frío en medio de aquella noche de
temporal, acurrucados junto al árbol solitario y el regreso montados en los
misteriosos, pero hermosos, corceles alados.
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