jueves, febrero 12, 2015

Nachopé, Sofía y los caballos




Vicente Herrera Márquez



Nachopé ese invierno pasó casi todo el tiempo en cama, debido a un fuerte golpe en su cabeza que sufrió al caer sobre una gran piedra impelido por un fuerte ventarrón patagónico, un día que elevaba un barrilete junto a su abuelo.
Ahora en primavera, ya repuesto, no veía la hora de salir a correr y recorrer los alrededores del pueblo.
Un día temprano en que el sol prometía, se puso de acuerdo con su gran amiga Sofía, compañera de colegio y de correrías infantiles para hacer un paseo, con la intención de caminar hasta el rio, distante más o menos 15 kms.
Como ambos compartían atracción o más bien pasión por los caballos, la intención era verlos de cerca y fotografiarlos en todo su esplendor. Sofía los dibujaba y pintaba muy bien y a Nachopé le gustaba tallarlos en madera o modelarlos con cualquier material fácil de moldear como arcilla, yeso, plastilinas e incluso simple barro.
Cuando llegaron al rio comieron parte de los sándwiches que les habían preparado ambas mamás y bebieron un poco del jugo y leche que llevaban para mitigar el apetito y la sed de la tarde que pasarían en el campo.
No encontraron caballos, por ningún lado.
El sol que prometía se cubrió de nubes y comenzó a caer una fina llovizna, a la cual no dieron mayor importancia ya que Nachopé iba con una casaca especial para lluvia y Sofía además del cortavientos llevaba una capa para lluvia, pues sus mamás sabían que podrían encontrarse con llovizna e incluso son alguna lluvia pasajera.  Pero cuando comenzaron a emprender el regreso como a las cuatro de la tarde el temporal arreciaba. En un pequeño cerro divisaron un único árbol,  corrieron hacia él y allí se cobijaron en una especie de refugio que alguien había improvisado con ramas, cartones y latas bajo aquel  no tan frondoso árbol solitario.
Se acurrucaron uno muy junto al otro por el frio que hacía, se comieron todo lo que les quedaba, y bebieron otro poco de jugo y leche.
Pasaban las horas y el temporal continuaba, en un momento ambos se miraron y por las mejillas de ambos vieron correr sus lágrimas, pensaron en sus respectivas mamas, que estarían haciendo ahora y que pensarían.
Sofía, que siempre en su bolso llevaba papel y lápices de colores, entre sollozos se puso a dibujar caballos, mientras Nachopé disimulando su pena y pensando que él tenía que mantener o por lo menos simular tranquilidad y entereza, con su cortaplumas y un trozo de madera comenzó a tallar un  corcel.
Tanto se entusiasmaron en lo que hacían que poco les importó la oscuridad que los comenzó a envolver, solo alumbrados por la linterna que Nachopé siempre llevaba en su mochila.
Sofía dibujo decenas de caballos de todos los colores y de todos los tamaños y sin quererlo ni pensarlo, por primera vez, a todos les pintó alas abiertas como si fueran volando.
Nachopé talló como 10 caballos en todas las posiciones, incluso al trote lento y al galope desbocado y sin darse cuenta ni ponerse de acuerdo con Sofía con su afilada cortaplumas a todos les talló alas abiertas y todos en posición dispuestos a elevarse.
Posiblemente ambos sin quererlo y sólo con el deseo de poder salir de allí y estar con los suyos juntos al calor del hogar, al no poseer ellos alas se las dieron a sus caballos.
Tantos los dibujos de Sofía como los tallados de Nachopé eran hermosos. Después de contemplarlos por un rato ambos bebieron el poco de leche y jugo que les quedaba  se arrimaron uno junto al otro y así pensando en sus padres y hermanos se quedaron profundamente dormidos.
Ya amaneciendo, aún con nubarrones amenazantes, lagunas  y lodazales por todos lados, pensaron que debían buscar la forma de volver pero con la espesa neblina que los rodeaba no atinaban que rumbo tomar.
Tenían sed, vieron que de unas rocas junto al tronco del árbol que los cobijó brotaba una pequeña vertiente de agua cristalina, de allí bebieron y saciaron su sed,  también  se lavaron y ello les ayudo a despertarse por completo.
Escucharon el relincho de un caballo e inmediatamente pensaron que podrían ser sus padres que los buscaban o algún arriero que pasaba por el lugar. Hicieron esfuerzos para ver a través de la niebla, pero nada lograron ver.
Luego oyeron otro relincho y otro y otro, no era un solo caballo, era una “tropilla”.
Comenzaron a llegar muchos caballos que muy pronto los rodearon a ellos y al árbol solitario que los cobijó.
Algo les llamo la atención de los caballos que llegaban, eran de los mismos colores y de las mismas formas  que los que Sofía había dibujado y Nachopé había tallado y ¡¡¡Ohhhh, todos tenían alas!!!
Dos corceles alados hermosos se acercaron tanto que ellos pudieron tocarlos y pensaron que debían montarlos y  en ellos tratar de regresar casa. Ambos, a pesar de su corta edad, sabían montar muy bien, eran expertos jinetes.
Como saber qué rumbo tomar ante aquella espesa cortina de niebla,  trataron de partir con el rumbo que ellos pensaron era el correcto, pero los caballos no obedecieron y tomaron el rumbo contrario, los demás caballos los rodearon y con un suave y sostenido galope todos siguieron a los jinetes que se dejaban llevar por aquellos briosos corceles.
Atravesaron sobrevolando pantanos  y lagunas,  nada reconocían de los lugares por donde pasaban, la niebla y los estragos del temporal distorsionaban el paisaje.
Después de un rato de andar, más bien volar, escucharon gritos y llamadas de personas adultas y de niños, eran sus padres, hermanos, vecinos y amigos del pueblo que los habían buscado durante toda la noche.
Allí estaban consternadas ambas madres que cuando vieron a sus hijos rompieron en llanto de alegría y corrieron a abrazarlos.
Ellos se bajaron de los caballos y corrieron a los brazos de sus respectivas madres.
Después de los abrazos, llantos y lágrimas y cuando ya tranquilos y alegres todos preguntaban cómo habían vuelto y por qué camino, si la lluvia había borrado todas las huellas, ellos se dieron vuelta y al unísono dijeron: nos trajeron nuestros amigos los caballos, esos que están allí, todos miraron hacia donde los niños señalaban, miraron  y no había nada,  ni rastros de caballos.
Nadie los había visto tampoco.
Nachopé y Sofía se miraron  y solo atinaron a pensar en los caballos dibujados y tallados. Con un gesto de complicidad se pusieron de acuerdo que cuando  pasaran los efectos del temporal y el tiempo estuviera mejor, de nuevo irían hasta el rio y aquel árbol solitario del que manaba un manantial de agua cristalina, a visitar a sus nobles amigos: los caballos. Mientras sus pensamientos guardaban aquella vivencia de los 12 años, ateridos de frío en medio de aquella noche de temporal, acurrucados junto al árbol solitario y el regreso montados en los misteriosos, pero hermosos, corceles alados.
 

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