Vicente
Herrera Márquez
Nos despertamos temprano, entre risas y bromas los
cuatro tomamos desayuno, el día anterior había llegado a casa después de un mes
en viaje de negocios, mi trabajo siempre demandaba viajes al extranjero, a
veces más cortos y a veces más largos en distancia y tiempo.
Los chicos, con su despedida habitual, se fueron al
colegio.
Sin decir una sola palabra, tú y yo, terminamos de
tomar desayuno.
Sonó el teléfono, tomaste el inalámbrico y corriste a
contestarlo encerrada en el cuarto, me aburrí de esperarte para conversar de
muchas situaciones postergadas. Seguías hablando por teléfono y subí al
escritorio en el segundo piso y allí me puse a ordenar papeles.
Al rato subiste y me preguntaste que quería hablar,
traté de decir algo y me interrumpiste diciendo:
—Si es cierto, mejor no digas nada, quiero el divorcio
—y te pusiste a llorar al tiempo que bajaste abruptamente las escaleras
dejándome con mis preguntas enredadas en los labios.
Me senté frente al teclado y como loco me puse a
escribir.
Cuando terminé de escribir, después de casi todas las
horas de sol, desde mi ventana miré hacia el patio donde vi que mi mujer
colgaba en el tendedero una docena de camisas de todos colores.
Allí tendidas al soplo de la brisa vespertina parecía
que se tomaban de la mano, mejor dicho de las mangas, y jugaban a la ronda cantando: Aserrín, aserrán, los maderos de
San Juan…
—¡Tantas camisas que usé en el viaje! —pensé—. Pero al mirarlas bien, me di cuenta que
ninguna era mía.
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