martes, noviembre 29, 2005

Seis botones

Vicente Herrera Márquez

El tren se desplazaba raudo, rompiendo el manto de la noche, con rumbo al sur. Su potente foco rasgaba la bruma que envolvía la sierpe metálica, que a esas altas horas de la noche solo mostraba encendida una débil luz en el coche comedor. Silencio total en el interior del tren. En realidad silencio relativo, dado que en un extremo del coche número dos, el extremo opuesto a aquel donde se sitúa el baño, se escuchaba: jadeos, quejidos, lamentos y algún objeto que caía al piso del coche...algún enfermo quizás…

El tren había partido desde la estación central, puntualmente a las veintidós cuarenta y cinco. Su hora de arribo estaba programada para las seis cuarenta y cinco de la madrugada, es decir ocho horas de viaje, tiempo suficiente para comer algo, leer un poco, corregir unos manuscritos y dormir lo suficiente como para estar despejado durante el día. Tiempo que ocuparía para visitar a un hermano al que no veía desde hacía más de veinticinco años y del cual se había enterado, a través de Internet, se encontraba muy delicado de salud. En la noche tomaría de nuevo un tren para regresar a la capital.
Llegó temprano a la estación, fue uno de los primeros pasajeros en abordar el tren, ubicó su asiento, acomodó su bolso de viaje en el portaequipajes, sacó de su bolsillo un paquete de caramelos de “menta extra fuerte” y se llevó uno de ellos a la boca, pensando que la joven alta y rubia que sacó el boleto, tres personas antes que él, podría, si la suerte lo dispone, ser su compañera de viaje.
A él le correspondía sentarse en el asiento que da a la ventana, pero se sentó y se puso a leer el diario en el que da al pasillo, sabiendo que de esa forma era un punto ganado para iniciar una conversación (viejo y experimentado zorro en esas artimañas de la conquista y el acercamiento al opuesto y bello sexo).
Después de una media hora de lectura, lo sustrajo el bullicio de un grupo de estudiantes hombres y mujeres al parecer de los últimos cursos de enseñanza media, los que obedecían las instrucciones de la que parecía ser la profesora a cargo, una mujer de mediana edad, mediana estatura, medianamente seria y sumamente atrayente, la que al pasar por su lado rozó su hombro con el bolso; ella al darse cuenta giró su cuerpo y mirándolo fijamente le pidió disculpas y le regaló una hermosa sonrisa. Todos se sentaron poco mas adelante disponiendo los asientos enfrentándose entre ellos; la profesora o líder del grupo quedó dándole el frente, como cinco filas mas adelante. Se dedicó a observarla detenidamente, era realmente atractiva, de una edad indefinible, pero de semblante y mirada aún juvenil; el pensó: una solterona apetecible.
Ya se acercaba la hora de partida, por lo tanto era bastante el movimiento de pasajeros, que subían y se iban acomodando en sus respectivos asientos, se dedicó a observar y grabar en su mente imágenes de actitudes y características humanas que quizás algún día su pluma llevaría al papel.
Un pequeño grupo de cuatro mujeres jóvenes y hermosas irrumpieron en el pasillo con risas y alegre desenfado, lo cual llamó la atención de muchos varones que iban en el coche. Todas eran altas, delgadas, dos rubias, dos morenas, aparentemente promotoras de alguna marca comercial importante, en viaje a la conquista del sur. Se ubicaron en la mitad del recorrido entre donde él estaba y el sector opuesto del coche.
Veintidós cuarenta y cinco. Puntualmente partió el tren. Como tres corridas de asiento, las que estaban próximas a él no se ocuparon, el asiento contiguo tampoco, la rubia esperada no llegó. Bueno, este iba a ser un viaje tranquilo, sin conversación, sin conquista, intrascendente y en el cual podría dormir a sus anchas y no molestar a vecinos con sus ronquidos y otros efluvios, a veces no muy agradables.
Siguió leyendo el periódico, echó a su boca otra pastilla de “menta extra fuerte” ¿para qué? Si la rubia no llegó.
Pasó el inspector solicitando los boletos, luego otro funcionario repartiendo mantas para protegerse del frió de la noche.
También pasó otro personaje, el cual, lucía elegante uniforme de garzón, ofreciendo servicio de coche comedor, enumerando todo lo que allí uno podría degustar. Cuando ya volvía de recorrer el resto de los coches se detuvo frente a él y le volvió a detallar toda la oferta del coche comedor, haciéndola de alguna forma mas tentadora que cuando lo hacia de forma impersonal, además explicando mas detalles acompañados de una cómplice y coqueta mirada, era un muchacho de muy finos y cuidados ademanes.
Al poco de partir y de haber dejado atrás un par de estaciones él se paro y abarcó con la mirada toda la extensión del coche, la primera estación de su mirada fue aquella ocupada por la supuesta profesora, guía de aquel grupo de estudiantes; aquella que había rozado su hombro e inquietado su espíritu conquistador. La observo por varios minutos, se dio cuenta que ella en forma un tanto disimulada también lo estaba explorando. En algún momento sus miradas se encontraron, ninguna rehuyó la otra, es más, se mantuvieron, transformándose en una sonrisa insinuante por lado de ella y de galán triunfador por lado de él.
Dejó aquella estación, como territorio conquistado y dirigió la vista a otro punto, al otro costado del carro donde podía observar dos morenas que mostraban la nuca y dos rubias que le ofrecían la frescura de su rostro, con ojos extraviados observaba las dos a la vez. En un momento su mirada se cruzó con la de cada una al mismo tiempo, ambas se miraron entre ellas y se sonrojaron, haciendo que las blondas cabelleras quisieran resaltar su color original.
Poco mas allá divisó otra rubia cabellera, que le pareció la de una antigua conocida, aquella que compró el boleto de viaje unos minutos antes que él, pero le daba las espaldas por lo tanto no podía saber si realmente era aquella mujer. Pensó que tendría que salir a explorar aquellos territorios, los que parecían sumamente interesantes.
Lentamente recorrió el pasillo, fue observando detenida y en forma aparentemente distraída toda la extensión del coche y todo su pasaje, el cual lo componían hombres, mujeres y niños. El solo detenía su mirada en las mujeres y no en todas, sino que en aquellas que exhibían algún atributo que satisficiera sus cánones de belleza o algún atractivo físico que exacerbara sus ímpetus de macho cabrío.
Al pasar por el lado de la rubia conocida lo envolvió una nube de una fragancia cautivadora que le hizo perder pie y casi caer; alguien le tendió una mano para que no cayera, rápidamente se recuperó y siguió avanzando. Llegó al extremo del coche y quiso entrar al baño, éste se encontraba ocupado. Mientras esperaba se dedicó a mirar el paisaje interno desde el lado opuesto, el que él no conocía; allí estaba la rubia del anden, observándolo y ofreciéndole una amplia y blanca sonrisa, haciendo un ademán mostrándole el piso donde habría quedado tendido de no ser por la mano del hombre sentado frente a ella. Aquello rompió su coraza de caballero andante y terminó sonrojándose. El baño quedó desocupado, rápidamente penetró en él y se repuso del orgullo herido.
Al salir del baño y comenzar el regreso de su viaje de exploración, nuevamente se encontró con la mirada de su antigua amiga rubia, la que coronó aquella aventura con un insinuante guiño y un gesto de fruncimiento de sus labios, esto no le gustó, estaba preparado y entrenado para ser él el conquistador. Aunque a decir verdad por esa rubia valía la pena romper las reglas establecidas.
Apuró el paso quería llegar rápidamente a su asiento, su reducto, su castillo, su guarida en aquel tren. Sentía que todas las miradas lo seguían en su trayecto, en realidad nadie se preocupaba de él.
Faltando poco para llegar a su asiento, en el costado contrario a las cuatro promotoras del amor, se le apareció de repente una visión encantada, un brillo que opacaba toda luz, joven talle erguido y turgente, angelical rostro, bellísimo; coronado con una cabellera de aterciopelado azabache: la armonía hecha mujer. El premio que siempre esperó y que creía, verdaderamente, merecer. ¿Cómo es que no la había visto cuando subió? Seguramente lo hizo cuando leía el diario y no se percató, además daba la espada a su posición, pero no importa como fue, allí estaba y era bellísima. También le llamó la atención la manta multicolor con la que cubría sus piernas.
Allí estaba parado, como un tonto, mientras ella con una dulce sonrisa le pedía que le recogiera una revista que se le había caído, se agachó, la recogió y como un autómata alucinado se la paso en sus manos blancas que rozaron las suyas con la suavidad de las sedas mas finas del oriente.
-Gracias señor, muy amable, muchas gracias-
Continuó su camino hasta su asiento envuelto en un halo de misticidad.
Al sentarse allá lejos observó a la profesora que le regalaba una sonrisa y también diviso la rubia cabellera de su amiga del andén, allá bastante mas lejos, la que le hacía una seña moviendo una mano. Mas cerca lo observaban dos pares de ojos oscuros insertos en rostros morenos de negras cabelleras, eran las promotoras que habían intercambiado sus asientos, cuando las miradas se encontraron palidecieron los dos rostros morenos.
Al poco rato todas sus conquistas comenzaron a pasar por su lado con rumbo al coche comedor, aceptando la invitación de aquel muchacho de finos y elegantes modales. Todas al pasar lo hacían lentamente y mirando fijamente al conquistador. Pasó la rubia del andén y le regaló otro beso gestual; pasó la profesora-guía de los estudiantes y también le hizo un guiño; las cuatro promotoras, intercaladas rubias y morenas, cada una le prodigó una sonrisa. Faltaba que pasara una, su última conquista, la más sublime. No pasó, al parecer no tenia apetito, no tenia sed, sencillamente no pasó.
También se dirigió al coche comedor. En cuanto apareció en la puerta noto que seis pares de ojos lo estaban esperando, sintió un fuerte impacto, pero no se amilanó, había enfrentado otras batallas de tanto o mas riesgo de la que podría venir.
Se sentó en un rincón desde donde dominaba toda la extensión del coche comedor y cada una de las locaciones ocupadas, cual un felino listo a atacar o a defenderse. Se sobresaltó al escuchar a su lado al diligente garzón de finos, elegantes y ahora coquetos modales, el cual después de presentarse como Luis María, le preguntó cual sería su preferencia de lo que allí servían. Además de lo que el garzón le ofrecía, pensó en otras seis exquisiteces, pero al final optó por lo más sencillo: piscola, bien cargada, con harto hielo y una torreja de limón.
Rápidamente Luis María cumplió con lo solicitado, trayendo además un platillo con almendras y aceitunas para picar, al retirarse reiteró su voluntad de atender cualquier pedido.
Durante el transcurso de tres piscolas, miradas iban, miradas venían, guiños iban, guiños venían, muecas maliciosas y gestos libidinosos. Pero todo esto siempre en forma disimulada, ninguna de las mujeres se daba cuenta de lo que hacia cada una de las otras y los gestos y respuestas de él, solo lo notaba aquella a la iban dirigidos.
Luis María era el único que atendía las mesas dispuestas a lo largo del coche comedor. Poco a poco el sueño y el alcohol fueron haciendo efecto en el ánimo de los trasnochadores, los cuales comenzaron a retirarse; también lo hicieron las seis conquistas del Fauno. Todas tenían que pasar por donde él estaba. Todas le prodigaron una sonrisa, una mueca, un gesto, o un pequeño mohín, pero ninguna fue indiferente.
Cuando todo el público se había retirado pidió un último trago para luego hacerlo él también. Rápidamente fue atendido por Luis María, este no se retiró, sino que le buscó conversación, contándole mas de un comentario que les había escuchado a aquellas mujeres que estaban pendientes de el. Conversaron como veinte minutos tiempo en el que él comentó, al garzón, cual era el motivo de su viaje y su intención de volver en el mismo tren esa noche a la capital.
Se puso de pie, Luis María tuvo que ayudarlo para que no perdiera el equilibrio, el alcohol había mellado la templanza del conquistador. El garzón ofreció acompañarlo hasta su asiento pero él se negó, no era para tanto, solamente preguntó hacia que lado tenía que dirigirse, era en el sentido contrario al de desplazamiento del tren, el cual ya había dejado atrás la mitad de su recorrido. Al llegar a su coche ubicó su asiento, se acomodó, se cubrió con la frazada que le habían pasado al comenzar el viaje y se durmió pensando en la sonrisa de la profesora, en el rubor y en la palidez de las rubias y morenas promotoras, en el guiño y beso simulado de la rubia que era rubia y sobre todo de la candidez del rostro y la dulzura de aquella voz que le dijo: Gracias señor… cuando le recogió la revista…
Con esos pensamientos y el vaivén del tren traspuso los umbrales del reino de Morfeo a la espera del paso de la otra mitad del recorrido…

El sueño no fue profundo, porque entre los sombras de la noche y los fantasmas de las piscolas percibía que de a una iban llegando cada una de esas mujeres que el había conquistado durante esa noche y le prodigaban caricias, besos y todo lo que el deseo y la lujuria exigía de aquellos cuerpos. Entre su sueño, su cansancio y los vapores del alcohol no distinguía en que momento cada cual estaba con el, solo atinaba en su inconsciencia a arrebatarles algo para tener un testimonio de aquella noche, aunque solo fuera un botón.
Un, dos, tres…cuatro…cinco…seis botones. Seis mujeres estuvieron con él esa noche en el lapso de mas o menos tres horas en el frió y la penumbra del coche numero dos de aquel tren que raudamente se desplazaba rumbo al sur.
Comenzaba a amanecer, sintió frió, busco la frazada, se encendieron las luces; notó que su camisa estaba completamente desabrochada, su cinturón suelto y su pantalón sin cierre; rápidamente se arregló antes que alguien se diera cuenta de su estado, abotonó su camisa, levantó el cierre del pantalón, ajustó el cinturón, alisó su pelo, que supuso despeinado y buscó la frazada, estaba en el asiento del otro costado del coche. Sin despertar del todo y con los efectos, aun presentes, del alcohol ingerido comenzó a recordar. Recordó gestos, guiños, besos, caricias y mucho más y también botones. Se puso de pie, tratando de colocar cada hueso del cuerpo en su lugar y allí los vio, en el asiento: uno, dos, tres… seis botones. Si seis botones y no eran de sus ropas, entonces todo había sido real….no había sido solo un sueño producto de las piscolas.
Seis botones. ¿Por qué seis si habían sido siete sus conquistas? La profesora guía del grupo de muchachos, la rubia que compro los boletos antes que él, las cuatro promotoras y la muñequita angelical ¿Cuál de ellas no lo visitó esta noche?
Las seis cuarenta y cinco de la mañana. Puntualmente el tren llegó a su destino. Todos los pasajeros comenzaron a bajar. Bajaron mujeres y hombres somnolientos cargados de maletas, bajaron niños desgreñados y ancianos bien despiertos. Ya al final comenzaron a descender las musas del amor. Primero lo hacen las cuatro amazonas promotoras del placer, las cuales al pasar por su lado, cada una, lo premió con una amplia sonrisa y un gesto de aprobación levantando su dedo pulgar.
Inmediatamente lo hace la profesora, la que ya había hecho bajar a sus alumnos, al pasar por su lado se agacha sonriente y le dice al oído: ¡Eres genial gordo!
Desde el otro extremo del coche llega la rubia exuberante y sin decir nada le da un beso en la boca y se aleja contoneándose. Seis botones, seis mujeres
Quedaron dos pasajeros en el coche, la muñeca angelical y él. Subió un hombre corpulento por el extremo mas alejado y con paso firme se acercó hacia el lugar donde estaban ellos, al verlo venir decidido él sintió cierta inquietud. El hombre se detuvo frente a la niña de bello rostro y hermosa sonrisa, la saludó en forma amable y familiar, la tomó en sus brazos y la llevó hasta una silla de ruedas que estaba en el andén; ella tenía una pierna enyesada desde el pie hasta la cadera.
El bajó detrás de ella, ésta desde su silla le pidió que se acercara, él se acercó y al llegar a su lado escuchó una voz arrulladora que le dijo:
- Nunca voy a olvidar esta noche - y aquella angelical mujer se alejó en su silla de ruedas empujada por el corpulento hombre.
Quedó perplejo. Seis botones, siete mujeres y una de ellas con una pierna enyesada. Todas tuvieron un gesto amable para él. ¿Cuál no estuvo con él?
-Señor, señor- escucho que lo llamaban.
Se dio vuelta, era el garzón que le traía su teléfono celular, el que se le había quedado olvidado en el coche comedor, recibió su aparato y mientras Luis María le preguntaba si iba a volver a la capital, esa noche en el mismo tren, se dio cuenta que la camisa de aquél no tenía botones… llevó una mano al bolsillo de su pantalón y allí sus dedos temblorosos contaron: uno, dos, tres… seis botones…
Rápidamente subió a un taxi, prometiéndose nunca mas poner a prueba sus atributos de conquistador en un tren y sin poder apartar de su pensamiento siete bellos rostros que le prodigaban una amplia y burlona sonrisa, partió a perderse en las calles, aún somnolientas, de Concepción.
© Derechos Reservados - Vicente Herrera Márquez - Nº 166350 - Chile

domingo, noviembre 20, 2005

Alito

Vicente Herrera Márquez

Hasta ese día sábado, otoño de mil novecientos cincuenta, el viento soplaba con furia, como solo lo hace en la estepa patagónica. Se esperaba que para el día domingo amainara su ímpetu y permitiera realizar el esperado partido de fútbol entre el equipo local y el equipo del pueblo vecino. Este partido se realizaba todos los años en esa época, dentro del marco de festejos de conmemoración de la fundación del club deportivo, por un pequeño grupo de colonos por allá por el año mil novecientos treinta y tantos.

Alito, de ocho o nueve años, era un niño alegre, conocido y querido por todo el pueblo por su amabilidad, simpatía y entusiasmo deportivo. Donde había una pelota, fuera ésta de goma, cuero o trapo; donde había un partido o un “picado”, allí estaba él. No importando si fueran niños chicos o grandes los que jugaban, incluso adultos. Era seguro verlo siempre donde hubiera un encuentro, jugando en el arco, fuera este de tres palos o de dos montoncitos de piedras. Su pasión era el fútbol y su puesto, el arco. Donde lucía su moreno rostro y su ensortijada cabellera.
El equipo del pueblo vecino ya había llegado, siempre lo hacía el día sábado. Se le hacía una recepción y se le brindaba alojamiento. Lo mismo hacían en el otro pueblo cuando el de acá iba a jugar con ellos. Esto por las grandes distancias, los caminos dificultosos, los cambios de clima inesperados y sobre todo por la gran camaradería y amistad que se cultivaba en aquellos tiempos por todos aquellos que osaban desafiar el frío, la nieve, la escarcha y sobre todo al gigante que arrasa con todo lo que se pone a su paso y derriba, incluso, voluntades. El viento patagónico que hasta tiene nombre de gigante: Kóshkil.
Era hijo del turco Alí, de allí su apodo, un inmigrante pobre en aquellas inhóspitas latitudes. Tal vez no era turco, puede que haya sido libanés, sirio o palestino, pero para todos era mas fácil llamarlo turco. Aparentemente Alito no tenía mamá. Cuando no estaba en el colegio, se le veía acompañando a su padre, que recorría todo el pueblo tratando de vender algunas baratijas para obtener el sustento diario. Mientras el paisano trataba de vender su mercancía, Alito se entretenía con los niños del lugar con los cuales armaban un “picadito” y corrían tras la pelota de trapo hecha con alguna media, ya inservible como tal, de las que alguna vez, había vendido su padre.
Esa noche en la sede del club deportivo había fiesta. Por un lado se celebraba un aniversario más y por otro había que agasajar a las visitas y también a sus propios jugadores, los que al otro día disputarían el tan esperado partido donde cada equipo pretendía obtener la supremacía, ya que en ese momento ambos ostentaban la misma cantidad de triunfos. Para las visitas siempre era importante retornar a su pueblo con un triunfo, puesto que no solo se vencía al adversario deportivo, sino que también al clima, la distancia y al orgullo, y no solo de un equipo o un club, sino que al orgullo de un pueblo.
Alito cerró el Billiken que había estado leyendo por largo rato y se puso a hojear el Patoruzito que esa tarde le había traído su amigo Rafael. Ese día sábado, a pesar del fuerte viento había ido mucha gente a visitarlo al pequeño hospital del pueblo donde se encontraba internado, desde hacia ya dos meses; tiempo en que el único médico del establecimiento trataba de curarlo de aquel fuerte golpe que recibió en el estómago y que le produjo graves trastornos internos. Rafael lo visitaba casi todos los días y pasaban largas horas conversando de fútbol, la pasión de ambos.
Después de la comida de camaradería en la sede del club deportivo, una pequeña orquesta inundó todos los rincones del salón con sones que invitaron a bailar. Todo el público presente, incluidos los jugadores de ambos equipos se entregaron a la sana entretención del baile. Entre los jugadores del equipo local estaba Rafael, aquel joven delantero que hace como un año atrás había llegado a trabajar al pueblo y que por sus habilidades futbolísticas se había transformado en el crédito del equipo y en el ídolo de los niños del pueblo. Siempre que podía y se presentara la ocasión jugaba un “partidito” con ellos.
Alito dejó la revista a un lado y recordó todo lo que había pasado durante ese día, y pensó en todas las personas que lo habían visitado. Había venido su maestra del tercer grado, sus compañeros de la escuela, sus compañeros de partidos en la calle y en el sitio baldío de la esquina de su casa. También, como todos los días, estuvo su padre, al cual notó mas preocupado que de costumbre y habló muy poco. El último en venir a verlo y estuvo hasta tarde fue Rafael, del que se despidió con un cálido: hasta mañana y le deseo suerte en el partido del día siguiente.
Día domingo. Amaneció con sol radiante y sin la más mínima brisa. Desde temprano se notó en las pocas calles del pequeño pueblo patagónico aires de fiesta, todos los habitantes estaban ansiosos de que llegara pronto la hora fijada para la justa deportiva, que dirimiría cual era el mejor equipo de fútbol de la comarca. La hora fijada, era las tres de la tarde. Mucho antes la hinchada comenzó a llegar y repletar las graderías del recinto deportivo, el cual ostentaba en su entrada las banderas de ambos clubes deportivos.
En el hospital, también había ambiente deportivo, los pocos enfermos que allí había, Alito entre ellos, despertaron temprano, con el sol que entró a raudales por las ventanas. Los empleados les
contaron de la euforia existente en todos los rincones del pueblo y de las ansias con que la gente
esperaba el partido. Alito estaba nervioso e inquieto, su padre había llegado temprano para estar
mas rato con el. Cuando vino el doctor a realizar su visita diaria Alito le suplicó le permitiera ir a la
cancha para ver el partido y a su amigo Rafael. El doctor le dijo que a él le gustaría hacerlo, sabiendo del entusiasmo del niño por el fútbol, pero que su gravedad no lo permitía.
Las tres de la tarde, sol brillante, ninguna brisa. La hinchada impaciente Casi todo el pueblo rodeando el campo de juego. Veintidós jugadores, el árbitro y la estrella: la pelota de fútbol. Rafael no esta en la cancha. Suena el silbato y comienza el partido. La pelota va y viene, se pasea frente a un arco, luego en el otro. Ataja un arquero, también el otro. Un corner, un centro, cabeza, fuera… buenas las defensas. El publico se impacienta, quiere gol, pero éste no llega… finaliza el primer tiempo. Durante el descanso, de media hora, el público no cesa de alentar a su equipo y pide la entrada de Rafael, el goleador.
Comienza el segundo tiempo, allí viene Rafael, el público lo recibe con una ovación. Todos los jugadores, de ambos bandos, dejan sus pulmones en la cancha y también ofrendan el corazón en cada jugada para lograr la victoria para su club y conquistar la gloria para su pueblo. Que difícil para el equipo que no logra satisfacer el ansia de triunfo de la gente que aclama, pero que difícil para el equipo que sin nadie que grite a su favor tiene que luchar contra todo para poder llevar los laureles al pueblo distante.
Transcurren cuarenta minutos del tiempo final, nadie quiere jugar tiempo complementario y menos definir a penales. Los últimos cinco minutos hay que jugárselas el todo por el todo. El equipo local toma la pelota, después de una atajada de su arquero y entre pase y pase se acercan a la valla rival, la recibe Rafael que penetra en el área, frente a él una muralla de jugadores contrarios que saben de su dominio de la pelota por eso no lo descuidan. Rafael observa que un compañero avanza libre por la izquierda y le cede la pelota para que este hiciera el gol, ya sobre el minuto final. De repente sin saber de donde un defensa contrario se arroja por detrás del jugador que recibe la pelota, cometiéndole un penal merecedor de expulsión inmediata. Falta un minuto para que termine el partido. ¿Quién será el ejecutor del penal?
¡Rafael!¡Rafael!¡Rafael! Grita el público enfervorizado, es tan fuerte el coro de esas gargantas sedientas de gol que hasta en el hospital, Alito escucha el murmullo y también repite: ¡Rafael! ¡Rafael! ¡Rafael!.
Un minuto para terminar el partido, la pelota en el punto penal, el arquero que en ese momento quisiera ser un pulpo para cubrir cada rincón del arco, el arbitro llevándose el silbato a su boca para dar la orden y Rafael esperando esa orden para ejecutar la sentencia y la hinchada que no para de corear su nombre.
Suena el silbato, Rafael comienza su carrera a la gloria, de improviso se detiene y queda estupefacto mirando el arco. Es Alito el que se dispone a atajarle el penal. Aquella visión lo paraliza, restriega sus ojos, los cierra, los vuelve a abrir, allí sigue Alito esperando su disparo. El público sigue coreando su nombre, que en sus oídos, resuena como un trueno, son segundos que le parecen horas y en esos segundos recuerda otro partido dos meses atrás, un picadito con niños, como siempre lo hacia, viene corriendo dominando la pelota seguido por una decena de niños que intentan quitársela, llega al arco, Alito es el arquero que se dispone a atajar el tiro suave, que acostumbra lanzar Rafael cuando juega con ellos. Que paso en aquellos momentos aun no se lo puede explicar; de sus pies salio un cañonazo que destrozó el abdomen del pequeño arquero…
Abre los ojos vuelve a la realidad, allí esta la pelota esperando su puntapié, el arbitro lo observa, no va a poder patear el penal, no puede disparar, no puede hacerlo contra Alito. Mira el arco nuevamente, desapareció la visión, volvió el arquero rival que trata de cubrir todos los rincones del arco. Ahora nadie pronuncia su nombre, el silencio es total, ni una brisa. No sabe que hacer. De pronto una voz de niño que conoce muy bien comienza a gritar su nombre alentando a la barra, mira hacia el publico y allí ve a Alito que vestido de blanco agita un pañuelo y lo incita a patear y convertir el gol que todos están esperando.
Mira al arco y al arquero que espera nervioso, inicia su carrera y uniendo a sus fuerzas las del pueblo entero y las de su amigo Alito pega a la pelota con toda la presión del segundo final, esta penetra al arco por aquel rincón donde no llegan los arqueros (el rincón de las ánimas) e hincha las redes haciendo brotar de mil gargantas el grito que remece los confines de la estepa.
¡¡¡Gooooooooooooooooool!!!
Justo las cinco de la tarde, Rafael convirtió el gol, terminó el partido, ganó el equipo local y comenzó el viento, empezó como una brisa suave que poco a poco fue aumentando su intensidad y más y más. Comenzó a llover. Esa tarde de domingo el Kóshkil festejó y lamentó, bramó y lloró más fuerte que nunca, voló techos, arrancó árboles, dobló postes, su furia arrasó en toda la comarca.
Al día siguiente, desafiando al viento, todos los niños junto a nuestros padres, maestros y toda la gente del pueblo, acompañamos al turco Alí hasta el cementerio, un poco mas allá de la línea del tren, donde entre todos, con nuestras manos, cubrimos de tierra y flores el blanco ataúd en el que estaba el cuerpo de Alito, que falleció ese día domingo a las cinco de la tarde.
© Derechos Reservados - Vicente Herrera Márquez - Nº 166350 - Chile

Los pies de Antonio

Vicente Herrera Márquez

Jubilados, cesantes, estudiantes, dueñas casa y niños, disfrutan a esa hora del atardecer, de la brisa, los juegos y de la relativa comodidad de los viejos y cansados bancos de aquella plaza poblada de enormes y añosos árboles, que conocieron tiempos mejores y hoy desafían el ruido y el smog de la modernidad, ubicada en un antiguo barrio de Santiago. La rodean antiguas y señoriales mansiones venidas a menos y que muestran en sus, otrora, elegantes fachadas la inclemencia de los años y la decadencia de los dueños. Muchas de estas casonas se han transformado en locales comerciales, consultas médicas, talleres y oficinas.Con los ojos entrecerrados, en la penumbra de su oficina-consulta del Centro de Estética, de su propiedad, ubicado en la acera norte de aquella plaza, y sus oídos atentos a la melodía y voz de Serrat, provenientes de un pequeño equipo de música, que recita: - Con su bolso de piel marrón y su vestido de domingo...sentada en el andén...espera el próximo tren... Rosario recuerda su niñez y juventud que hasta los dieciocho años transcurren en un elegante y tranquilo barrio de Madrid.¡Cómo han pasado los años! treinta quizás, desde que por problemas políticos o económicos, no recuerda muy bien, su familia decide dejar España y aventurar en América, en Chile, en Santiago, donde hay familiares y amigos que han emigrado antes y que si bien es cierto, no han logrado fortuna, han conseguido, con trabajo, un buen pasar.Después de trabajar como ocho o diez años en la ferretería que su padre estableció en otro antiguo barrio de Santiago, decide hacer algo por sí y para sí. Como nunca quiso, en realidad no pudo, ir a la universidad, decide realizar algún curso corto que le permita instalarse con su propio negocio y así alejarse de la tutela y el control familiar.Estudia Peluquería y Cosmética y además toma otro curso, algo que siempre le atrajo en su subconsciente, Podología.Y así escuchando la voz de Serrat que canta Penélope, melodía que siempre la acompaña, recuerda que hace ya mas de veinte años se instala en este lugar con su Centro de Estética.-Señora es hora de cerrar, ya las chiquillas terminaron de atender a todos los clientes y se retiraron.Escucha una voz que la saca de sus añoranzas, es Isabel, su ayudante-secretaria en la consulta y su empleada-compañía en la casa, la cual queda contigua al negocio. Casa y local comercial tienen entradas independientes por la calle y a su vez comunicación interior-Sí Isabel, cierra , ya es tarde.- contesta y agrega.-Yo me quedaré aquí un rato mas, ordenando todas estas fichas, dice, señalando varias carpetas dispersas en su escritorio. Isabel le solicita permiso para ir un rato a la plaza, según ella, a fumar un cigarrillo con alguna amiga, siendo realmente otro su interés.-Si ve, contesta Rosario, pero ten cuidado, no hables con desconocidos ni te juntes con ese grupo de marihuaneros de la otra esquina.-Ya señora, usted me cuida mas que mi mamá, responde Isabel, esbozando una dulce sonrisa, y abandona la oficina.Isabel ya lleva como tres años con ella y a llegado a quererla, tal vez, como la hija que hubiera querido tener y que nunca pudo ser, ya que nunca se caso ni tuvo pareja. Nunca en sus casi treinta años de inmigrante hombre alguno cruzó la puerta de su alcoba. A los hombres de su vida solo les permitió cena y despedida, función y despedida, alguna vez un beso furtivo, una mirada insinuante, un roce y nada mas.Tanto así que entre sus familiares y pocas amistades se dudaba de su sexualidad.Isabel, muy joven, belleza chilena, morena, mas bien baja, de exquisitas redondeces, labios tentadores, mirada vivaz y brillante, voz sonora y cantarina, era la atracción de los jóvenes habitúes de la plaza y siempre había a su alrededor una corte de solícitos y galantes pretendientes, pero su mirada buscaba entre todos, a uno: Antonio.Este, siete u ocho años mayor que ella, alto, atlético, moreno, con aire de actor de películas románticas, siempre vestido deportivamente con polera, buzo de pantalones amplios, y zapatillas de buena marca y mejor precio llevaba poco tiempo en el barrio, Técnico Electromecánico, se había instalado con un taller de reparaciones de artefactos eléctricos en un local colindante con el Centro de Estética.Antonio no vive en el sector, llega todas las mañanas temprano en una motocicleta, que como él, también llama la atención de los vecinos del lugar. A cada cierto tiempo cruza la calle y se sienta en algún banco de la plaza y enciende un cigarrillo que fuma lentamente. Cuando esta en la plaza se nota su presencia y no hay mujer que no se voltee a verlo cuando él pasa, sea esta una colegiala, una respetable señora o una madura solterona, pero él, también busca la sonrisa y la mirada de una persona: Isabel. Además llama la atención su forma de caminar un tanto lenta y de pasos cortos, lo cual contrasta con su atlética figura.La primavera esta en su apogeo, fines de Noviembre, ya se comienzan a notar los preparativos navideños. Aunque el sol ya dejó la plaza, las sombras aún no dan la intimidad que muchas parejas esperan , entre ellos Antonio e Isabel.Rosario coloca la última carpeta en el estante y revisa su agenda para el día siguiente, la primera hora de atención la tiene reservada para Narciso, que es el paramédico del Centro de Salud ubicado en la acera sur de la plaza.Cuando se dispone a abandonar la oficina, sin pensarlo, entreabre las cortinas del amplio ventanal que da a la plaza y lo primero que atrapa su mirada es la motocicleta de Antonio, enorme, de color no común en éste tipo de vehículos, blanco, con muchos accesorios, adornos y algunas calcomanías de símbolos o emblemas de colores como una marca, una estrella , una cruz. Algo le recuerda la motocicleta e inquieta sus pensamientos. Sentada en la moto esta Isabel, con su largo pelo negro suelto a la brisa de la tarde, su blusa semitransparente que insinúa, sus piernas acortan su ya corta falda y sus labios ofreciéndose a la ávida boca de Antonio que parado a su lado acaricia sus rodillas y la besa suavemente.Ante esta visión Rosario siente un estremecimiento, y un cosquilleo recorre su cuerpo maduro de casi medio siglo, estilizado, con garbo de hembra castellana, por el que corre un torrente de sangre morisca y gitana. Bajo su blanco delantal palpitan formas anhelantes.Su mirada no puede apartarse de aquel macho insinuante y recorre con sus ojos ávidos toda la extensión de ese cuerpo, lentamente de arriba abajo y allí se detienen, abajo, en los pies que calzan excelentes zapatillas y piensa, risueña y maliciosa, aquello que mas de una vez a escuchado a sus empleadas: que según el tamaño de los pies es el tamaño del....amor.De repente reacciona, asustada de sus pensamientos, no debe desear, piensa, al hombre de Isabel a la que quiere y respeta como una hija.Cierra la cortina y trata de cerrar sus pensamientos, se dirige a su casa, se prepara un gran jarro de granadina con harto hielo y mientras dispone una bandeja con el jarro, un vaso, un pocillo de crema y otro con rojas y maduras frutillas, frota por su cara y cuello un paño embebido en agua bien helada.Luego mientras camina hacia su dormitorio, bastión irreductible, se va despojando del delantal, la blusa, la falda, los zapatos, se da cuenta de que no ha podido cerrar sus pensamientos. No recuerda haberse sentido como en ese momento, desde hace mucho tiempo, su cuerpo ardiente y sudoroso, su estómago tenso, sus senos turgentes, sus glúteos temblando.....Mas de una hora estuvo bajo la ducha con los ojos cerrados y la imaginación abierta.Tomó un vaso de refresco y otro mas, lo necesitaba, y luego de peinar su rubia cabellera y esparcir por su cuerpo de blanca piel, un cremoso y aromático bálsamo, se tendió desnuda. Cuando se acabaron las frutillas y la crema, apagó la luz, cerró los ojos y abrió su mente a los recuerdos..........Mar Cantábrico, Golfo de Vizcaya, Región Vasca, tierras de raza indómita. San Sebastián, festival, verano y playa. Fines de la década de los sesenta, tendida en la arena y por la radio a pilas la voz de Serrat, entonando Penélope.Un par de días atrás había llegado desde Madrid con su familia a disfrutar de las vacaciones. Era ésta una familia tradicional, católica, de antiguo pero dudoso linaje, de blasón familiar, pero de recursos económicos menguados. Una familia como tantas en las postrimerías del régimen franquista, que en la época del estío peninsular se acordaban de los familiares inexistentes en el resto del año.Allí junto a ella tendido en la arena, estaba Paco, su primo lejano de tercer o cuarto grado en la genealogía familiar, hijo de los tíos estivales, que como artesanos viven del turismo y que tienen una casa pequeña en un barrio alejado de la playa, pero un corazón grande y brazos abiertos para la familia madrileña.Con 17 años, recién egresada de colegio de monjas, con sueños de crecer, con ansias de libertad, llena de juventud y deseos de vivir se acercó a Paco, su primo lejano, pero hombre tan cercano, ofreciéndole sus labios , éste como esperando aquella actitud besó esa boca trémula y ardiente, luego mirándose a los ojos se juraron amor eterno.... por la eternidad que duren las vacaciones.Ese día el regreso a casa lo hicieron mas apretados que nunca en la destartalada motocicleta de Paco.Pasaron los días, ambos bebiendo del amor y ardiendo de pasión. El día en la playa era arena y sol, mar y calor, besos, promesas y caricias. Paco acariciaba los brazos, , las manos, la cara, el pelo de Rosario y ella acariciaba sus pies, eran hermosos sus pies. Paco era un joven alto, rubio, hermoso, con un bello cuerpo bronceado por el sol del golfo, dulce mirada, voz agradable pero a Rosario lo que mas le gustaba de él eran sus pies. Ese día no se dieron cuenta del paso del tiempo, ya entrada la noche, calurosa, sin ponerse mas ropa que los trajes de baño subieron a la moto y emprendieron el regreso a la casa alejada de la playa, Paco tomó el camino mas largo y oscuro, mientras Rosario se aferraba a la cintura de su primo, a mayor velocidad mas se aferraba e insinuaba caricias atrevidas las que hacían inestable y temeraria la conducción.Al llegar a un pequeño parque apartado de casas y miradas y al amparo de un macizo de ligustrinas Paco detiene la moto, baja el soporte de estacionamiento y queda sentado, pensando en que puede o que debe hacer, pero antes que una estrella fugaz que aparece por occidente se pierda en los Pirineos, tiene frente a sí a Rosario, desnuda, a horcajadas sobre sus piernas buscando la unión jugosa de sus labios y la unión ardiente de la carne....Los días que quedaban de vacaciones pasaron raudos y ya no fueron de mar, sol y arena, sino que fueron de sexo, amor y pasión desenfrenados. Cuando terminaron aquellas vacaciones, aquella eternidad prometida, Rosario se hizo otra promesa: nunca olvidaría aquellas playas, la destartalada moto, su ardiente primo y sus bellos pies....-El desayuno está listo es hora de levantarse.- lejana escuchó la voz de su tía y el ruido de la moto de Paco terminó por despertarla.Pero no era la voz de su tía ni la moto de Paco, era la voz de Isabel y la moto de Antonio que temprano, como todos los días llegaba a abrir su taller.El Centro comienza a atender a las nueve de la mañana, ya hay clientes atendiéndose con el personal, que se compone de tres mujeres jóvenes que cortan, tiñen y peinan, una señora de mas edad que es como la jefa y desempeña labores de manicura y una señora mayor que se ocupa del aseo y otros menesteres menores.La manicura se dedica en ese momento a las manos de un señor regordete, de edad indifinida, mediana estatura, finos modales, con un peinado a la gomina que fija pelo allí donde escasea, disimulando la calvicie.El es Narciso, paramédico del Centro de Salud vecino y que además tiene hora reservada para atenderse con su amiga la podóloga.Cuando termina con el cuidado de sus manos, se dirige rapidamente a la oficina-consulta de Rosario que ya esta esperando para brindarle su atención y a la vez conversar con su amigo.Narciso comenta y regaña por las dificultades que tuvo esa mañana para llegar, debido a una cantidad de obras viales que por estos días comienzan en Santiago para modernizar los medios de desplazamiento vehicular, las cuales produjeron atochamientos en varios sectores. En cambio le faltan palabras para elogiar el funcionamiento del Ferrocarril Metropolitano, el que él toma todos los día en la estación Bellavista y espera que el próximo año, el 2004, quede lista la ampliación de la línea 2 que lo dejara mas cerca de la plaza y así no tendrá que caminar tanto como ahora, lo cual perjudica sus delicados y bien cuidados pies.Rosario sigue atenta su conversación, mientras lo atiende con pulcritud y esmero. Hay entre ellos una amistad cultivada por años que comenzó con un tratamiento podológico.Ella relata a su amigo experiencias con pies de clientes famosos que atendió alguna vez u otros de alguna trayectoria que aún requieren de sus servicios y orgullosa muestra a Narciso, colgados en una pared de su oficina, una cantidad de diplomas de cursos y reconocimiento de organizaciones afines, como así también un estante esquinero repleto de trofeos y galardones obtenidos por su Centro en eventos de Estética y Belleza.También le comenta, y no exenta de vanidad, su otra pasión: la pintura, representada en la consulta por una veintena de cuadros, oleos y acuarelas, que llenan otra pared. Motivo recurrente en ellos son los pies, los hay de hombres, de mujer, de niños; los hay chicos, medianos, grandes; los hay con zapatos y desnudos, pero todos con una característica común: perfectos y bellos y en un rincón inferior su firma, Rosario. Entre el conjunto destaca uno, es mas luminoso que todos y tiene una leyenda que dice: “La belleza de un hombre se refleja en sus pies” y en un rincón su firma mas una palabra entre paréntesis (Paco).La conversación de Narciso va por otro lado. Además de hablar de ropa, gusta vestir bien; de perfumes, huele muy bien; de cremas, luce una piel, que muchas mujeres de menos edad que él, quisieran tener; de dietas alimenticias, con las que, por lo que se ve, no le va muy bien; es otro realmente su interés, las hace de Celestino encubierto entre Rosario y su jefe, el dueño del Centro Médico, Francisco, con quién trabaja desde que llegaron a instalarse en el barrio, mas o menos en la misma época que lo hizo Rosario.Francisco, médico general, dueño del centro de salud es un hombre cincuentón, alto, delgado, elegante, de pelo cano siempre bien peinado, de un delgado bigote muy bien cuidado; maneja siempre un auto del año, tiene una situación económica holgada y desde que quedó viudo hace como siete años ha sido cliente periódico de la peluquería y además incondicional e inconfeso admirador y pretendiente de Rosario.Aunque lo ha pensado, mas de alguna vez, para lograr mas cercanía ha querido poner sus pies en manos de Rosario, pero por pudor, por vergüenza o por esa timidez propia de los pretendientes de colocarse en una situación incómoda o dependiente de la persona pretendida, no lo ha hecho.Por parte de Rosario, ésta nunca le ha demostrado ni ha comentado a otras personas como Narciso o Isabel, que son sus confidentes cercanos, algún interés manifiesto por Francisco, pero éste no le es indiferente.Quizás por lo mismo que ha sentido Francisco cuando ella ha requerido alguna atención médica, siempre a recurrido a los servicios de algún otro profesional del Centro Médico.Es posible que dentro de los pensamientos de Rosario haya cabida para los requerimientos de Francisco, pero, algo pasado que no ha pasado y que presiente puede volver, la hace refractaria a los devaneos del distinguido doctor y como que ignora y no escucha las interesadas e insistentes preocupaciones de Narciso por oficiarlas de moderno cupido a favor de su jefe.Ese día transcurrió con bastante movimiento en el Centro de Estética, atendieron muchos clientes habituales, como así también mas de alguno nuevo. Fue un buen y provechoso día de trabajo.Como a las siete de la tarde entró Isabel a la consulta, trayendo una porción de torta y un vaso de granadina con hielo para su jefa. Se sentó en una banqueta cerca del ventanal y comentaron lo ajetreado que había sido la jornada y también con relación al trabajo propio de Rosario, ya que Isabel, además de ser una buena empleada y secretaria era una avanzada aprendiz de podología y pronto comenzaría a realizar un curso regular de la especialidad pagado por su patrona.Algo atrajo la mirada de ambas mujeres desde el exterior, era Antonio que cruzaba la calle hacia la plaza. Los ojos de maestra y aprendiz siguieron su lento caminar hasta que éste se sentó y encendió un cigarrillo.Mientras Isabel seguía atraída por el interesante paisaje de la plaza, Rosario recordó otros paisajes....Tres años atrás, Termas de Quinamávida, cerca de la ciudad de Linares, a poco mas de trecientos kilómetros al sur de Santiago. Mientras gozaba de los beneficios termales durante sus vacaciones se le acerca una niña de quince o dieciséis años a ofrecer adornos de crin vegetal, confeccionada en un pueblito cercano conocido por este tipo de artesanía, Rari.Rosario que lleva en su corazón y su espíritu recuerdos imborrables de un artesano euskalduna, se prenda de esas miniaturas de crin y queda impresionada además por el desplante y belleza juvenil de la niña que se las ofrece, tanto así, que le solicita la lleve a conocer su familia y la confección de esas maravillas de colores.Conoce el pueblo, la artesanía y la familia de la niña: padre madre y dos hermanos, todos artesanos.Una semana mas tarde vuelve a Santiago, con la maleta del auto repleta de artículos de crin y con la compañía de aquella niña: Isabel.-Un autobús que pasa por la calle la saca de sus recuerdos y se encuentra con la mirada de la vendedora de artesanía, piensa que es el momento de preguntarle por algunas inquietudes que rondan su mente, pero como si algo interno las comunicara es Isabel quien comienza a hablar y le cuenta de su amor por Antonio, de sus sentimientos, de los sentimientos de él, de sus aspiraciones, de su atracción por la velocidad y los deportes mecánicos, de los riesgos, de los accidentes que alguna vez sufrió, de sus victorias , pero sobretodo, de sus intenciones para con ella, serias y responsables.Las interrumpió el timbre de la puerta de calle, era justamente la persona motivo de la conversación, Antonio, que quería hablar con Rosario.A ambas mujeres las recorrió un pequeño temblor nervioso.Antonio quería solicitar autorización, a su vecina, para realizar un trabajo en el muro común que separaba los patios de ambas propiedades, a lo cual Rosario no puso objeción alguna.Isabel se retiró a realizar otras labores, mientras Rosario y Antonio se ponían de acuerdo cuando se podía realizar el trabajo en el muro, acordaron que sería el fin de semana.Después la conversación derivó a temas relativos al trabajo de cada uno y a los problemas propios y comunes al vecindario de la plaza. En algún momento Antonio comentó sobre las pinturas que adornaban el muro, Rosario entusiasmada por este interés se explayo con lujo de detalles sobre su hobby pictórico y no pudo evitar dirigir su mirada a los pies de Antonio.Después de despedirse de Rosario, Antonio estuvo un buen rato conversando en la puerta de calle con Isabel, temas propios de los jóvenes enamorados.El día viernes temprano, Rosario recibió un llamado telefónico del padre de Isabel que le solicitaba permiso para que ésta pudiera viajar, por unos días, a su casa en Rari, para acompañar a sus hermanos menores, ya que su madre había quedado hospitalizada en Linares, esperando su cuarto hijo. Solicitud a la que Rosario accedió si poner objeción alguna.Luego se preocupó de que Isabel se preparara y viajara lo mas pronto posible, le dio dinero para el viaje y para que también llevara a su familia además de una caja con regalos para sus hermanos.Cuando salieron a la calle para abordar un taxi que llevara a Isabel al terminal de buses, las vio Antonio que estaba en la puerta de su taller. Con sus pasos cortos y lentos se acercó a ellas y al enterarse de la situación y ver que no pasaba ningún taxi disponible se ofreció para ir a dejar a su enamorada al terminal en su motocicleta.Rosario vio alejarse la motocicleta con Isabel y sus bolsos, observando los colores llamativos de las calcomanías adheridas en distintas partes de la blanca máquina, entre ellas una cruzEl día sábado hubo poco movimiento en el Centro, por lo tanto pasado el mediodía despachó a su personal y quedó sola en su oficina observando tranquila su producción pictórica y pensando que ya luego debería incrementarla, puesto que , hacía ya algún tiempo que no se dedicaba a pintar.Al poco rato la sobresaltó el sonido del llamado en la puerta de calle, era Antonio que venía a realizar el trabajo del que habían hablado días atrás.Rosario lo había olvidado, titubeo, un temblor frío recorrió su espalda, estaba sola con el hombre que mas de alguna vez, al observarlo por el ventanal, había activado sus recuerdos y con ello habían despertado en ella los bríos, de hembra, por años contenidos.Recordó también que ese hombre era el pretendiente correspondido y aceptado por ella, de su empleada-secretaria-hija y esto aplacó en parte aquellos pensamientos. Abrió la puerta e hizo entrar a Antonio que con su caja de herramientas, lentamente, atravesó el patio y con cierta dificultad trepó a un cajón que adosó al muro, para poder alcanzar la altura requerida para el trabajo a realizar.Rosario volvió a su oficina a tratar de ordenar sus papeles y sus pensamientos. Los papeles en las gavetas del estante y los pensamientos en los vericuetos del espíritu. Se acordó que tenía que ir a comprar ese medicamento que le ayudaba a conciliar el sueño en esas noches, y esta podía ser una de ellas, en que como tropel desenfrenado la invadían los recuerdos de sus pocas, pero intensas, noches de pasión en aquellas playas tan lejanas. Mientras el equipo de música lanzaba al aire la voz de Serrat cantando la canción que para ella era un himno: Penélope. Pensó que era mejor esperar a que Antonio termine su trabajo.Cuando éste finalizó su tarea prácticamente ya había oscurecido, recogió sus herramientas, se fue a despedir, dar las gracias y pedir disculpas por las molestias causadas.Ya en la calle Antonio observó que Rosario salía de su casa, cerraba la puerta y se disponía a cruzar la calzada, al tiempo que miraba hacia el extremo de la plaza donde está la farmacia, la cual ya se encontraba cerrada, esto detuvo a Rosario, al parecer contrariada.Antonio se acercó a ella y al enterarse de su problema y sintiéndose culpable por aquella contrariedad le ofreció acompañarla a buscar otra farmacia , preguntándole si tendría algún inconveniente para ir en la motocicleta.De nuevo apareció el titubeo de Rosario y el temblor que recorrió su cuerpo fue mucho mas intenso que el anterior, pero al pensar lo larga que podría ser su noche y al ver la moto incitante, recordó otra moto, aceptó el ofrecimiento y demasiado ágil para sus bien conservados cuarenta y tantos trepó a la moto, que partió rauda por las calles de Santiago en busca de un calmante de pasión. También con ella treparon aferrados a su espalda aquellos recuerdos de las playas y calles donostiarras. Sintió un calor sofocante y esa velocidad que para las calles santiaguinas era normal, para ella era extrema, por eso con abrazo asfixiante se aferró a la cintura del hombre de Isabel, que poco a poco iba sintiendo el calor de esta otra mujer, madura, pero ardiente y desesperada que despertó rápidamente al macho codiciado de la plaza y mientras él aceleraba e imprimía mayor velocidad al corcel mecánico, ella intensificaba su abrazo y sus manos hurgaban y buscaban igual que treinta años atrás.Para Rosario ya no eran las calles de Santiago, eran las de San Sebastián en aquel verano loco y sus labios murmuraban:¡Paco, Paco! ¡Haz vuelto mi vida! ¿Por qué tardaste tanto mi amor? ¡ No sabes cuánto te extrañé ¡ ¡ Paco mi vida, por favor volvamos a casa Sin saber cómo ni por dónde volvieron a la plaza y esos viejos árboles fueron mudos testigos de esa pasión endemoniada.Antonio, Paco, Antonio fue el primer hombre en cruzar el vano de la puerta de aquella inexpugnable alcoba. Rosario no supo como se despojó de toda su ropa, Antonio quiso sacarse sus zapatillas y su pantalón, pero ella con toda esa sed reprimida por años no lo dejó, total ello no impedía la consumación y el goce de aquella pasión en su cuerpo, por años, acumulada.Fueron horas de cuerpos apretados, de respiración jadeante, de murmullos insinuantes, de quejidos placenteros, de piel quemante, de besos ardientes, de imaginación galopante y éxtasis sin límites.Antonio fue Paco, aquel que tanto añoraba en sus insomnes e interminables noches, su ardiente primo vasco había regresado.En el equipo de música aún se escuchaba a Serrat entonando la última estrofa de Penélope.Poco a poco el sueño se apoderó de los cuerpos exhaustos y el espíritu complacido de aquellos amantes.Junto con los primeros rayos del sol dominical Rosario abre sus ojos y observa al magnífico hombre que duerme a su lado, en su cama, que ahora sabe del amor entre un hombre y una mujer. Es Antonio. Sí, es Antonio, el codiciado Adonis de la plaza, el amante pretendiente de Isabel.Ya no se escucha a Serrat, Paco tampoco esta por ningún lado, quizás se fueron juntos. No importa, se fueron.Ahora es Antonio quien satisfará sus noches, aunque éste no lo sepa y enamorado duerma entre los brazos de Isabel.Al recorrer con su vista y sus manos el hermoso cuerpo varonil, del primer hombre en su cama, observa que ha pesar de la ardiente noche de pasión, éste todavía conserva su pantalón y su slip enredados en las piernas y en sus pies, que aún conservan las zapatillas.Esto despierta en Rosario, su otra pasión, y de un salto con su excelente madurez desnuda, corre a preparar su atril, un bastidor con tela, pinceles y la paleta de colores, va a pintar su gran obra de arte a la que simplemente llamará: “Los pies de Antonio”.Desata nerviosa los cordones, con manos temblorosas los suelta bien para poder sacar de un solo movimiento ropa y zapatillas y deleitar su mirada con los pies mas hermosos del mundo.....A esa hora de la mañana , día domingo, solo las palomas y gorriones habitan la desierta plaza.En el Centro Médico hacen turnos los días domingo, hoy le toca a Francisco, el cual ya llegó y tranquilo sentado en su consulta lee el periódico y toma una taza de café....El grito de la mujer fue desgarrador; los viejos árboles se sacudieron desde sus raíces, una nube de palomas y gorriones oscureció la plaza; Francisco derramó su taza de café.La moto hizo tronar su motor, terminando por romper la quietud de la mañana y partió rauda , cual centella, con su conductor envuelto en una sábana blanca que no alcanzaba a cubrir sus extremidades inferiores, las cuales terminaban en dos brillantes prótesis metálicas que nacían bajo sus rodillas.Pasó como un bólido frente al Centro Médico. Francisco, en la puerta, observó estupefacto, a pesar de la velocidad, la Cruz de Malta pintada de azul en la parte posterior de la blanca motocicleta.
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Las toninas

Vicente Herrera Márquez

Delfina, débil y demacrada, observaba el blanco y resquebrajado cielo raso de la sala común en el hospital público de Comodoro Rivadavia; ciudad y puerto petrolero en la Patagonia Argentina.
Mujer joven, de treinta años; había llegado una semana atrás desde un pequeño pueblo en el interior, ubicado en medio de la pampa: Colonia Las Heras. Era la época del año en que la nieve cubre la meseta patagónica, la que en extensos escalones desciende desde la Cordillera de Los Andes hasta el Océano Atlántico y la arrasa el viento patagónico, que cala profundo, incluso, en los cuerpos y espíritus más templados.
Eran los últimos días de la primera semana de agosto de 1947. La habían acompañado al hospital, su marido, gran amor y único hombre en su vida, y su hijo mayor de cinco años. El menor, de tres, había quedado al cuidado de unos vecinos bondadosos,
Los médicos diagnosticaron una enfermedad que requería de un tratamiento con reposo en un centro hospitalario. Como el pueblo en el que vivían carecía de este tipo de servicio, debía quedarse en este hospital.
Su marido y su hijo debieron volver rápidamente al pueblo, ya que aquél debía continuar con su trabajo en la bodega de una casa comercial; pues, el permiso era por pocos días y por otro lado la estadía prolongada en un hotel estaba más allá de las posibilidades monetarias.
Día por medio recibía la visita de una prima lejana, único pariente en aquella ciudad y en el país, ya que sus padres y toda su familia vivían lejos: en Chonchi, un pueblo de la isla grande de Chiloé, en el sur de Chile; lugar que dejó cuando huyó enamorada, cruzando frontera y cordillera, con aquel apuesto chileno que llegó del norte.
A pesar del cuidado que recibía, del tratamiento y de las medicinas, sentía que sus molestias no mejoraban; al contrario, empeoraban y cada día se sentía más débil; prácticamente ya no comía y ni siquiera quería hablar con su prima, cuando ésta la iba a visitar. Solo pensaba en sus hijos y en el gran amor de su vida: su marido. Pensaba en que harían éste y los niños si ella se moría…
El cielo raso ya no era blanco, la noche lo había teñido de color oscuro, ya no se escuchaban ruidos en los pasillos, aparentemente las demás pacientes de la sala dormían o solo pensaban en sus dolencias, sus familias y sus penurias.
Cuando el silencio fue total, escuchó el rumor acompasado de las olas del mar cercano. Largo rato escuchó aquel murmullo, parecía que éste la llamaba. Lentamente cerró los ojos, pensó en su marido, en sus hijos; se vio con los tres jugando por la playa. Al hijo mayor lo vio correr delante de ella, el más pequeño lo hacía a su lado, su marido trataba de alcanzarla. Corriendo todos se fueron al mar. En la arena mojada y fría los esperaba una barca de cristal, Delfina tendió una mano, pero nadie la logró alcanzar; solo ella pudo subir, antes que una gran ola arrojara la barca hacia alta mar y rodeada de toninas partiera a navegar…
Los hilos telegráficos que cruzan la pampa llevaron al pueblo la triste noticia. Una, dos, tres botellas de vino no ahogaron la pena del hombre. Nada mitigó el dolor de los retoños; el mayor lloró, lloró y luego consoló a su padre y a su hermano que también lloró, lloró, lloró y nunca volvió a pronunciar palabra, la pena selló su garganta.
Solo la prima lejana y dos enfermeras fueron al funeral.
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La vida siguió en el pueblo. Varios agostos pasaron; muchas nieves blanquearon las pampas; fuertes vientos encorvaron los álamos; inclementes fríos calaron los huesos; cientos de copas mitigaron la pena. Los niños fueron creciendo; el mayor leía, leía y a veces lloraba; el menor pensaba, pensaba y muchas veces lloraba, pero no hablaba.
En el pueblo había dos médicos, doctores en medicina general, ninguno de ellos tenía una explicación para la perdida del habla del niño menor; solo lo atribuían al golpe emotivo que recibió por la pérdida de la madre. Para obtener otros diagnósticos o tratamientos se requería dinero que no había y voluntad que también faltaba.
Al cumplir diez años de antigüedad en la empresa que trabajaba; una cadena mercantil, con sucursales en casi todas las ciudades y pueblos mas importantes de la Patagonia: La Anónima, nombre corto de una sigla bastante más larga; ésta premió al padre de los niños con vacaciones extras y un aguinaldo en dinero nada de despreciable.
Este que no estaba acostumbrado a tener más dinero que el necesario para pagar el arriendo de las piezas en que vivían, la alimentación, el vestuario de él y los niños y dos o tres botellas de vino barato para el fin de semana; lo primero que pensó fue: invitar a un grupo de amigos a un gran asado de cordero, que durara lo que durara la existencia de vino en las bodegas del pueblo. También pensó en saciar esa otra sed producida por los años de viudez, para ver si así lograba ahogar de una vez la inmensa pena que le embargaba desde que murió Delfina.
Esa tarde llegó a su casa cargado de regalos para los niños: ropa, zapatos, juguetes, golosinas y su mente puesta en un gran fogón rodeado de varios corderos asándose lentamente, junto a sus amigos y conocidos.
Después de saludar a los niños con un beso en la boca como lo hacía todos los días cuando se iba y cuando volvía por la tarde; entregarles los regalos; conversar y jugar un rato con ellos se fue a la cocina; tomó un vaso y una botella de ginebra; se sentó, llenó el vaso, entrecerró los ojos; visualizó un rostro de mujer, se llevó el vaso a la boca….corriendo llegaron los niños. Uno con palabras, el otro con gestos y una ajada fotografía le recordaron algo que él muy bien sabía, por eso la ginebra; el día siguiente era la fecha de cumpleaños de la mamá. Al ver las ansias de ambos niños y los gestos desesperados del menor al tratar de articular palabras, a la vez que estrujaba en su pecho la fotografía; algo se rebeló en su interior…
Una lágrima cayó en el vaso de ginebra; una ráfaga deviento patagónico abrió la ventana y apagó la llama de la lámpara de kerosén; en la pieza contigua algo cayó, produciendo un fuerte ruido.
Algo cambió dentro del hombre, dejó de lado el vaso de licor, se arrodilló y abrazó fuertemente a sus dos hijos. Llorando les prometió nunca más volver a beber,
Esa noche no durmió, pensó y pensó. Se olvidó de asado, de vino, de ginebra, de amigos y solo pensó en sus hijos y en la ausente madre y esposa Al amanecer ya no había pena, solo recuerdos y tranquilidad.
Muy temprano despertó a los niños, los ayudó a vestirse con la ropa y zapatos nuevos que había comprado el día anterior. Mientras tomaban desayuno les dijo:
-Ustedes saben que hoy es el cumpleaños de la mamá, así que aprovechando estos días de vacaciones, vamos a ir a visitarla a la ciudad donde esta enterrada y le llevaremos flores,-
Los niños sorprendidos no supieron que decir o que hacer, solo se miraron y sonrieron. Cuando salieron de la casa, aún no salía el sol.
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Comodoro Rivadavia, verano de 1954, mediodía de viernes. El pullman llegó con dos horas de atraso, algo bastante habitual en esos lugares y en esos tiempos. Los primeros en descender fueron Domingo y sus dos hijos: Víctor y Delfín de doce y diez años respectivamente.
Los niños estaban maravillados por lo que veían, edificios de varios pisos, calles asfaltadas, muchos automóviles, camiones y vehículos de transporte de pasajeros en ellas; gran cantidad de gente en las aceras, un cerro enorme en la misma ciudad. Nada de esto había en el pueblo, nunca habían salido de él.
Lo primero que hicieron fue buscar un hotel, donde comer y alojar por algunos días. Luego de almorzar en el mismo, muy bien atendidos por un elegante mozo, salieron a la calle. Domingo detuvo un taxi y le pidió los llevara al cementerio ubicado en un sector llamado La Loma, Al llegar a éste compraron un gran ramo de flores, buscaron por diversos senderos hasta que encontraron una sencilla cruz blanca con un pequeño letrero en el que estaba escrito el nombre de la mamá y la fecha de fallecimiento: 6 de Agosto de 1947.
Depositaron las flores junto a la cruz, se arrodillaron, se abrazaron; algunas lágrimas rodaron por las mejillas curtidas por el viento. Largo rato estuvieron así, nadie dijo una palabra
Ya estaba avanzada la tarde cuando se retiraron .Otro taxi los llevó al centro de la ciudad.
Las luces y el bullicio de un parque de diversiones, donde una calesita era el centro de atención, les devolvió la sonrisa.
Luego, Domingo los llevó caminando por la calle principal, ya cayendo la tarde. No les dijo hacia donde iban. Les conversaba de distintas cosas y les mostraba lugares de la ciudad. De repente ya al final de la calle les dice:
-¡Miren!-
Y aparece algo, para ellos desconocido; inmenso, brillante, atronador y a la vez susurrante: el mar. Víctor y sobre todo Delfín, admiraron aquella maravilla que solo habían visto en libros, revistas y viejas películas en la matinée del cine del pueblo.
Víctor guió la mirada de Delfín hacia el horizonte donde se recortaban las siluetas de dos grandes barcos petroleros. Víctor observaba los barcos, las grúas del muelle y los lanchones de descarga, en cambio Delfín no podía apartar su vista de las olas que se formaban mar adentro y rompían con estruendo en los requeríos o morían mansamente en la oscura arena. Hacía vanos esfuerzos para traducir en palabras su emoción. Domingo impotente acariciaba sus mejillas y lo apretaba contra sí.
Tal era la atracción que el mar ejercía en Delfín, que éste no se quería ir, al fin el frío de la noche y el apetito vencieron sus deseos de permanecer allí,
Con la caricia de la brisa atlántica en el rostro y la silueta de los barcos en las retinas remontaron la avenida San Martín rumbo al Hotel Español, mientras Domingo pensaba que lo primero que harían el lunes sería visitar la consulta de un médico especialista para Delfín.
Al día siguiente Domingo, mas despejado que nunca; contento por su decisión; satisfecho por la alegría que sentían sus hijos; con el espíritu más tranquilo después de haber visitado la tumba de su esposa; contagiado por el entusiasmo de los niños que habían despertado y tomado desayuno antes que él; además pensando en el entusiasmo de Delfín por el mar, les prometió un día inolvidable.
En un terminal cercano al hotel abordaron un ómnibus que los llevaría a Rada Tilly, un balneario costero a unos quince kilómetros al sur de la ciudad.
Ese sábado de Enero estaba completamente despejado, la temperatura era muy agradable, invitaba a disfrutar de la playa y el mar.
En el ómnibus se encontraron con una familia conocida: Carlos, Elena y sus tres hijas: Alelí, Ema y Delia. Carlos era el profesor de Víctor en el quinto grado de la escuela primaria de Colonia Las Heras, la única del pueblo donde vivían. Ellos estaban disfrutando de un fin de semana en la costa.
Después de jugar por un rato en la arena y las olas que morían en la playa, los niños escucharon la voz de alguien que ofrecía paseo en lancha; se entusiasmaron con la idea, sobre todo Delfín, y convencieron a Domingo para que se embarcaran en ella, también lo hizo Carlos, las niñas querían hacer lo mismo, pero Elena no las dejó.
Se sentaron los cuatro juntos, en la lancha iban diez personas, contando entre ellas una que operaba el motor y otra que ayudaba a los pasajeros.
La lancha se internó en el mar tranquilo y brillante. Las olas eran suaves, la playa se divisaba a lo lejos. Todo presagiaba una tarde agradable y placentera.
Después de mas o menos una hora de navegación y encontrándose como a cinco kilómetros de la playa el hombre que dirigía la embarcación comenzó a maniobrar para volver.
Algo se empezó a mover alrededor, eran como pequeñas olas; pronto la lancha se vio rodeada de estas pequeñas olas. De repente unos peces grandes, grandes, de color blanco y negro, comenzaron a dar saltos, nadando en la misma dirección de la lancha,
Carlos les explicó a los niños, que estaban asustados; haciéndose entender con gestos y palabras, que eran toninas o delfines; que eran animales inofensivos, juguetones e inteligentes; que ayudan al hombre, si éste por accidente cae al mar. Víctor y Delfín, ensimismados, observaban los saltos y las piruetas de las toninas. Poco a poco la cantidad de ellas fue aumentando, veinte, treinta, cuarenta; a los pocos minutos eran más de cien. La navegación se hizo inestable, la lancha cabeceaba peligrosamente y parecía que iba a zozobrar. De repente fueron tantas, quizás miles, que para donde se mirara solo se veían toninas nadando y volando. Solo un mar de toninas.
Domingo sujetaba firmemente a Delfín que entusiasmado estiraba las manos, queriendo tocar las toninas. Los ojos de éste brillaban. Sonreía, nunca Domingo había visto a su hijo menor tan exaltado.
Carlos sostenía firmemente asido por la cintura a Víctor, el cual temblaba de miedo; no pensaba que las toninas fueran amigas del hombre como había dicho aquél.
Una, la más grande de todas, se acercó tanto a la lancha que casi se podía tocar la piel oscura de su lomo. El chorro de agua de su respiración y el de otras más pequeñas, mojaban a todos los asustados pasajeros de la lancha,
Delfín ya no sonreía, reía. Reía a carcajadas y llamaba con gestos y gemidos guturales, a la tonina mas grande que parece le contestaba con sus chillidos, silbidos y resoplidos.
De repente Delfín mira fijamente a su padre y ante el estupor de éste, de la garganta del niño, por años silenciosa, brota una voz clara y potente que dice:
- Papá, las toninas me están llamando, dicen que mi mamá me está esperando en aquella barca de cristal que brilla allá sobre esas olas.- Mientras extendía su brazo derecho y su dedo índice señalando a la distancia. Domingo levantó la vista, nada vio, solo toninas y más toninas.
Ante la mirada estupefacta de su padre, Delfín siguió hablando:
- Papá te quiero mucho, mucho mucho, cuídate y cuida también a mi hermano. Yo me voy con mi mamá-
Delfín con fuerzas sobrehumanas, se zafó de los brazos que lo retenían, miró con dulzura a su padre y a su hermano, al tiempo que gritaba con todas sus fuerzas:
-¡Allá voy mamá! ¡Allá voy mamita!- y se arrojó al mar con un movimiento elástico haciéndole honor a su nombre, perdiéndose en el inmenso enjambre de toninas.
Domingo dando un grito desgarrador, que nació del fondo de sus entrañas, se lanzó al mar, tratando de alcanzar y rescatar a su hijo. También desapareció en las turbulentas aguas.
Carlos ayudado por otros pasajeros agarró firmemente a Víctor que gritaba y hacia titánicos esfuerzos por zafarse y seguir a su padre y a su hermano. Largos y tensos minutos se sucedieron. Padre e hijo no volvieron.
Nadie en la lancha pudo hacer nada más.
Como obedeciendo una orden, las toninas, todas, se alejaron de la lancha y escoltaron a Domingo y a Delfín, que cual cetáceos, sumergidos y conteniendo la respiración, nadaban raudos en dirección de la barca de cristal, donde con los brazos abiertos los esperaba DELFINA.
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15 de enero del año 2005 a bordo de una moderna lancha turística, a la vista de Rada Tilly, un balneario costero cercano a Comodoro Rivadavia en La Patagonia. Delfín, de diez años, asido a la baranda, pregunta a su abuelo, que esta sentado a su lado, junto a la abuela Alelí.
Abuelito Víctor ¿Qué es aquello que se ve allá, eso que tira unos chorros de agua?- Mientras señala tres bultos blanquinegros que se mueven lentamente como a cien metros de donde ellos navegan. Víctor, el abuelo, se pone sus anteojos; observa hacia donde señala el niño, escudriñando la mar rizada. Observa a Alelí que también mira aquellos bultos, que se desplazan lentamente en la misma dirección de la lancha. Ambos tratando de ocultar lágrimas que brotan de sus ojos, toman firmemente a Delfín por los hombros, mientras Víctor, ahogando un sollozo le responde:
Es una familia de toninas o delfines, un papá Delfín, un hijo Delfín y la mamá DELFINA.
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domingo, noviembre 13, 2005

Gente linda

Vicente Herrera Márquez

- Viejo, Viejo-
- José Manuel, despierta, ya está bueno de dormir siesta -
José Manuel entreabrió los ojos e instintivamente se llevó su mano derecha hacia ellos, para cubrirse del sol de la tarde, de esos últimos días de verano.
Estaba recostado en un viejo sillón de mimbre, en la galería de aquella antigua casa.
- Levántate viejo flojo, la once está servida - le insistió Rosa María
José Manuel la observó con cara somnolienta, mientras murmuraba entre dientes:
- Esta vieja que no deja dormir tranquilo y lo peor es que me despierta en la parte más interesante de lo que estaba soñando -
- Ya, ya, ya voy, ayude a pararme - y le tendió una mano a Rosa María para que esta le ayudara a pararse.
Mientras caminaban hacia el lugar donde estaba servida la once el la va observando y con voz grave y seño fruncido le pregunta:
- Y Ud. Rosa María ¿Porqué se puso ese vestido tan elegante? y además veo que se pintó los labios también -
- Pero viejo acuérdese que hoy es Domingo y pueden venir a vernos los hijos o los nietos; Ud. tendría que haberse afeitado y haberse puesto una camisa más bonita, aún es tiempo — le espetó Rosa María.
- Bah, yo sabré lo que hago - refunfuño José Manuel y se hizo el desentendido.
Se sentaron en una gran mesa ubicada en una amplia galería y comenzaron a servirse la merienda, a la espera de las visitas.
Rosa María, con delicadeza, preparó para él y para ella, sendas rebanadas de pan tostado con mantequilla y mermelada.
Comieron y tomaron su té calmadamente y en silencio.
Luego ambos siguieron sentados, ensimismados, hurgando en sus pensamientos, hasta que
José Manuel se puso de pie y tendiéndole una mano la invitó a caminar por el amplio jardín que rodeaba la casa.
Caminaron tomados del brazo, por un buen rato, observando y comentando el colorido de las flores y jugando a recordar el nombre de ellas y de los arbustos que adornaban el jardín.
Después de unos minutos de silencio José Manuel pregunto:
- ¿Qué piensa Rosa María?-
- Nada importante. Pensaba a que hora llegaran los niños -
- No se preocupe, ya van a llegar, aún es temprano - dijo José Manuel, observando el sol que ya se escondía entre los árboles y mirando de reojo su reloj.
Se sentaron en un banco a la sombra del inmenso ombú que repartía su fronda y sus raíces en el centro del amplio patio, a la espera que algún hijo o nieto llegara a verlos.
Mientras los gorriones revoloteaban y trinaban entre las verdes ramas del ombú, Rosa María recordaba aquellos años cuando sus hijos eran pequeños. También recordaba aquellas largas noches de vigilia cuando tenían alguna enfermedad; y como no recordar aquellos momentos de alegría cuando llegaban con algún pequeño regalo, muchas veces hecho por ellos mismos, los días de santo, cumpleaños o día de la madre.
También estaban en su memoria recuerdos de vivencias más recientes, cuando sus hijos la llevaron con ellos a unas inolvidables vacaciones y se ve con ellos y los nietos recorriendo las calles de Ciudad de Méjico, tomándose fotos en la Plaza de las Tres Culturas, subiendo escalinatas en las pirámides aztecas, trepando cerros en Taxco en busca de artesanía de plata y muy claro recuerda cuando uno de sus hijos le prometió, en las playas de Acapulco, llevarla con ellos a todas las vacaciones...
Mientras tanto José Manuel, acariciando una gran barra de chocolate, que escondía en un bolsillo de su chaqueta, pensaba en el nieto regalón y recordaba cuando sus hijos se graduaron y como orgullosos le agradecían los sacrificios hechos para la obtención de aquellos logros. Recordaba también cuando cada uno de ellos inauguraba su primera casa o celebraban los éxitos laborales y profesionales. Como no recordar esas vacaciones, no tan lejanas, pescando en el río Toltén con todos sus nietos y también la celebración de su cumpleaños numero setenta.
Y así, entre recuerdos, paseos por el jardín, conversaciones triviales y espera pasó la tarde.
Ni nietos, ni hijos, nadie llegó.
La luz del sol ya se había extinguido y el fresco de la tarde los sacó de sus respectivas abstracciones y los indujo a entrar a la casa.
Luego de servirse una taza de té bien caliente con un trozo de queque y de tomarse ambos los medicamentos mitigadores de los achaques físicos propios de la edad, pero que no calman las dolencias del espíritu, José Manuel sacó de su bolsillo la barra de chocolate del nieto regalón y se la pasó a Rosa María diciéndole:
- Para Ud. Rosa María, eso si, tiene que convidarme aunque sea un pedacito, o lo que sea su cariño -
-Gracias José Manuel, mañana comemos un trocito cada uno, solo un trocito, Ud. sabe por eso del colesterol -
Rosa María se puso de pie, se acercó a José Manuel y dándole un gran beso en la mejilla le dijo:
- Buenas noches Viejo Lindo -
- Buenas noches Vieja Linda -
Respondió José Manuel y cada uno se dirigió a su dormitorio, mientras el silencio y las penumbras envolvían la vieja casa de reposo.
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triplewarrobapuntopablo

Vicente Herrera Márquez

Como buen hijo de esta tierra; como todo chileno, que se dice bien nacido, creía y fingía conocerte, por lo cual recitaba estrofas sueltas del 15, del 20 o de Farewell.
Sabía que a Parral, Araucanía, en invierno, hace cien años las musas te fueron a dejar: y que en Temuco, Araucanía, comenzaste tu senda, de juglar, a recorrer. Que a Estocolmo, en busca del Nobel, esta senda te llevó. Que alguna vez fuiste Senador de la República, que fuiste elogiado, repudiado, vilipendiado y expulsado de tu país.
También sabía que además del tricolor era rojo tu estandarte de batalla; el cual enarbolaste en España, en Rusia, en Cuba y en Chile. Recuerdo que con ese color, con tu pluma, el papel, la máquina de escribir y tu elocuencia, como candidato cortejaste La Moneda.
Esto y muy poco más sabía de ti, quería conocerte, más no sabía como hacerlo. Aunque caminos hay muchos: ¿leer los diarios?, ¿ver la televisión?, pero todo lo que allí se escribe o todo lo que allí se dice tiene sesgos interesados que acarrean trigo para el molino que más conviene. Otro camino, comprar libros con tu obra o leer biógrafos y antólogos, no es posible, no alcanza la pensión de la AFP.
No sabía donde encontrarte. No sabía donde estabas. Anda a verlo al cementerio me dijo un amigo, más ignorante que yo, pero que también recita: el 15, el 20 y Farewell. Allí está tu cascara, si es que algo de ella queda. No me interesa el envase, ese lo puedo ver en revistas, en fotos, en estatuas, hasta estampado en camisetas, en las cuales realmente luces si las usa una mujer.
Yo quiero conocer al poeta, al trovador, al romántico, al viajero, al mujeriego, al vagabundo, al bandido, al lujurioso, al sibarita , al vividor, a Pablo, a Neftalí, al niño, al joven, al hombre...
Era la media noche, apagué la pantalla que diariamente me asoma al mundo, alguien en ella, durante el noticiero o en un reportaje, había mencionado tu nombre o algo de ti, por ello, llegan a mis oídos las estrofas sueltas que conozco, recitadas por una voz lejana, monótona y pastosa:
-"Me gustas cuando callas..."
-"Puedo escribir los versos mas tristes..."
-"Amo el amor de los marineros, que besan y se van..."
-"Sube a nacer conmigo, hermano..."
Dónde estarás Pablo, poeta, amigo, hermano? ¿Dónde andarás " domador de guanacos tutelares"?
Quiero conocerte un poco más, tomar un trago contigo, aprender y escuchar tus poemas, quizás recitarte los míos, acompañados por dos musas morenas, o rubias, o trigueñas, por lo que se, a ti como a mi nos gustan todas.
Pienso, pienso, 20 poemas de amor, pienso, Canto General, sigo pensando, Los versos del Capitán, Farewell, ¿Farewell?, Farewell, Windows, ¿Windows?, ¿Farewell?.
¡Windows! Ahí estás. Grandísimo tonto, soberano estúpido (ese soy yo), te he tenido siempre en mi casa, al alcance de mi mano, a la distancia de un salud o de un clic, y no te conocía.
Me safé del brazo que rodeaba mi cuello, salté de la cama, no se si vestido o no, corrí al bar, ¿qué bar?, si no tengo bar, llené dos copas de vino y te fui a buscar.
Encendí la conexión al mundo y comencé el largo pero rápido camino virtual: Windows-Internet-Google- escribí tu nombre-búsqueda-sitio-página y allí estabas, parece que hace tiempo me esperabas, una mirada, un: - hola viejo ¿como estás?- un apretón de manos, un abrazo y amigos, de ahora, de siempre y para siempre. Una copa en tu mano, la otra en la mía ¡Salud Pablo! ¡Salud Vicente!
Con que ansias bebiste el vino, como brillaban tus ojos observando la copa vacía dijiste: gracias amigo por traerme el sabor de mi tierra, ni siquiera Antonio cuando ha venido a buscar ideas, se ha dignado traerme un trago con el aroma de algún valle de mi tierra.
Fui a buscar una botella de merlot, además traje queso y jamón, la noche iba a ser larga y vaya que lo fue, pero no sentí el paso de las horas, fue poco una botella, con que ganas bebimos y comimos.
Entre salud y salud me contaste de ti, de tu vida. Te conté de mí y de mi vida. Me hablaste de tus pensamientos, de tus inquietudes, de tus debilidades, de tus amores, de tus virtudes y tus vicios, de tus creencias y tus falencias, de tus presencias y de tus ausencias, de tus viajes y de tus colecciones, de política y de romance, de guerras y revoluciones.
Por momentos, por causa del vino o por la monotonía de tu voz, como que el sueño me vencía, pero no importaba, el disco duro anotaba y así entre sorbos y bostezos recorrimos Chile en compañía de ovejeros en Magallanes y pescadores en Chiloé; de mineros en Lota y pirquineros en Copiapó; de huasos en Colchagua y pampinos en Tarapacá, de obreros y estudiantes por las calles de Santiago, de portuarios y profesores por las calles de Valparaíso.
Anduvimos América por pasos escondidos en Los Andes Araucanos, remontamos el sinuoso camino construido por el Inca, recorrimos el corredor Atlántico de América.
Asia, por rutas milenarias Birmania (Myanmar), Ceilán (Sri Lanka), Java (Indonesia), Singapur.
Europa la recorrimos por caminos de guerra y por senderos de paz: España, Francia, Italia, Rusia y muchos países más. Centroamérica, Méjico y Cuba también fueron estaciones en este viaje virtual.
Mientras tu monótona voz me llevaba por caminos y situaciones de tu vida, yo pensaba que en ese momento debieran estar con nosotros mis compañeros y amigos del círculo literario, todos para que disfrutaran también ese momento, ahora no me van a creer. El próximo martes cuando nos juntemos trataré de contarles como nos conocimos en el espacio virtual, les relataré todo lo que me contaste, les recitaré los poemas que al calor del merlot me recitaste y todo lo que anoté, para que te conozcan un poco más, como lo hice yo.
Ya de madrugada, entre el calor del vino tinto y el frío de Junio, medio dormido escuché que mencionabas nombres de personas: Lorca, Alberti, Darío, Martí, Amado, Asturias, Rivera; Stalin, Castro, Guevara, González, Allende; nombras a Pablos amigos y Pablo enemigo, mencionas a Vicente, no soy yo. También escucho nombres de mujeres: Albertina, Josie, María Antonieta, Delia, Matilde...
Mucho de lo que me contaste no lo recuerdo muy bien, si recuerdo, y muy claro,
que varias veces repetiste: “Confieso que he vivido”.
Las seis de la mañana, el sueño me vence, a ti no, estás lúcido, en tu vida virtual no es necesario dormir. Pero yo tengo que hacerlo, los años me lo piden y la botella que nos tomamos también.
Pablo, por el momento tengo que irme y créeme que mucho lo lamento, además en horas del día el viaje hasta tu sitio para mí es tan caro como comprar tus libros, pero pierde cuidado; ahora que tengo tu dirección y en mi propia casa, además sabiendo que estás dispuesto a recibirme, seré un visitante asiduo e impertinente que cualquiera noche, sin previo aviso, llegaré.
Esta noche a las diez estaré en el mismo sitio, en tu Chascona virtual. De comida y de trago no te preocupes, me encargo yo: Caldillo de congrio para aplacar el apetito y souvignon blanc para saciar la sed.
Y ahora Pablo, hasta luego, me acabo de acordar, todavía tengo mucho que hacer: escribir una reseña de lo ocurrido esta noche, tratar de escribir un poema y... no se como, pero sacar fuerzas de algún lado, pues me había olvidado que en mi cama me espera una mujer.
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En la línea 5 del metro de Santiago

Vicente Herrera Márquez

Me encuentro capeando el calor, tomando una bebida gaseosa, sentado bajo la sombra de uno de los escasos árboles de la plaza de Armas de Santiago. A las cinco me esperan en la estación Bellavísta del metro, miro el reloj del celular, las cuatro y cuarto, creo que es buena hora para tomar el metro.
Bajo a la estación y abordo el tren. A esa hora viaja poca gente, me siento y me entretengo mirando la publicidad que hay en la parte alta de los coches.
Próxima estación, Bellas Artes, suben varias personas: una señora con un niño, que se sientan frente a mí; un señor, que debe ser músico, pues lleva un violín; dos o tres estudiantes secundarios, con grandes mochilas, que se sientan en el piso y dos jóvenes muchachas de unos veinte o veintidós años, que supuse serían estudiantes de alguna rama del arte.
Si bien es cierto ambas eran lindas, me impresionó sobremanera, la mas alta. De un hermoso y bien distribuido cuerpo en mas o menos un metro setenta de estatura, delgada, morena, pelo liso medianamente largo, ojos grandes y bellísimos, una sonrisa perfecta, dibujada en carnosos labios, nariz pequeña y respingada, es decir, un todo armónico como a mí me gusta.
Ellas no se sentaron, sabiendo que impresionaban prefirieron mostrarnos a los varones del coche, toda la extensión de su hermosura. Estaban como a cinco metros de donde yo me encontraba, sentado al lado de la ventanilla.
En Baquedano subió una gran cantidad de gente, prácticamente se llenó el carro. Tuve que sentarme en el asiento del pasillo, antes de que lo ocuparan, para no perder verlas, mejor dicho verla. No podía dejar de mirarla, realmente era una belleza que me cautivó y no podía quitar ni vista del mapa de su figura. En Parque Bustamante ya me sentía tontamente seducido, en Santa Isabel locamente enamorado.
A medida que el tren avanzaba e iba bajando gente, tenía yo mejor visión de ellas, mejor dicho, de ella. Iba vestida con una falda corta que dejaba ver sus largas y bien torneadas piernas, zapatos de taco regular, que le daban prestancia a su talle, una blusa semitransparente de color claro que traslucía y dejaba ver la forma de su sostén, la blusa tentadoramente desabrochada dejaba a la imaginación el excitante valle entre sus.... ¡Ayayay que mujer mas hermosa!.
Entre Irarrázabal y Ñuble el deseo, incontenible, se apoderó de mi. Se habían acercado un poco mas hacia donde yo estaba, podía oír su conversación, mas elementos para agregar a su armonía, una voz dulce y una risa clara y cristalina. Por lo que hablaban supe que eran estudiantes de teatro, pensé que yo también debiera aprovechar mi tiempo estudiando lo mismo, en la misma academia que ellas y no estar haciendo un latoso curso de literatura. Casi no noté las detenciones en Rodrigo de Araya y Carlos Valdovinos trastornado por la pasión.
En un momento nuestras miradas se cruzaron, algo le dijo al oído a su compañera, ambas me miraron y sonrieron, yo como avergonzado miré para otro lado, como si no les prestara atención, no se si avergonzado o como una táctica denquista. E Camino Agrícola mis pensamientos eran de amor, deseo, pasión y hasta lujuria, esa mujer me tenía trastornado. La compañera se bajó en la estación San Joaquín y ella con la vista buscó donde sentarse. En la misma estación bajó la señora con el niño que venían frente a mí. Allí se sentó ella. Ahora si que sentí algo como vergüenza o incomodidad, al pensar que ella podría haberse dado cuenta de mis insistentes miradas o tal vez esa maldita timidez a las mujeres bellas, que nunca he podido vencer a pesar de mis dotes de, según yo, gran conquistador. Ahora la observé mejor, pues estaba ahí, a la vista de mi mano y al alcance de mis ojos, tan cerca estaba que mis pensamientos se enredaban. Aprovechaba los momentos que ella miraba para otro lado para llenar mi vista de su hermosura. era Realmente era linda, sus ojos eran del color de la miel, su piel aterciopelada porcelana, sus labios fruta madura, su pelo cálido anochecer, y su aroma ¡aaah su aroma!, embrujo, embrujo de pasión. Ya en Pedrero me dije – tengo que abordarla, tengo que hablarle- saber como se llama, donde vive, que estudia, que piensa de la vida. Tengo que preguntarle si cree en el amor a primera vista. Tengo que decirle que me enamoré y saber si para mí su amor podría ser. Sí. Tengo que hablarle antes que termine el viaje, ahora le hablo. Voy a decir algo y en ese momento ella me mira, ¡ que bella mirada!, mis ojos se desviaron y mis labios se sellaron. Pasado Mirador, pensé, ya que hoy no pudo ser, trataré mañana, en la conversación con su compañera escuché que salían toda la semana a la misma hora, así que mañana en Bellas Artes la esperaré. Estación terminal Bellavísta todos los pasajeros deben descender, anuncia el conductor, trato de seguirla en la multitud, allí la veo subiendo las escaleras, quedo sin aliento, ¡Qué belleza! ¡Cómo sube esa escaleras! ¡Cómo se mueven los escalones! Mañana seguro que la veo. Mañana seguro que le hablo. Lo prometo. La busqué ansioso con la mirada y aunque por su altura tendría que verse, no la encontré, se esfumó en la multitud. Miré el reloj, las cinco, a esa hora me esperaban, miré y busqué, allí estaban: mi hija y mi nieta con su pequeño hijo de cinco años, el cual corrió hacia mí. Me habían invitado a su casa para celebrar mi cumpleaños numero setenta y...
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¡Tres Ra por Arrieta!

Vicente Herrera Márquez

V
iejos
Viejos hay muchos.
Hay viejos buenos, viejos lindos, viejos feos; hay viejos cascarrabias, viejos mañosos y viejos testarudos; hay otros que son pillos, ladinos y astutos; los hay verdes, lachos, y picados de la araña; también hay viejitos simpáticos, viejitos amorosos y viejitos de pascua. Hay muchos, hay viejos decrépitos, viejos tal por cual y por si esto fuera poco, hasta hay viejos con….mucho de su madre.
Pero hay un tipo de viejos, que no necesariamente peinan canas, ni lucen añosas arrugas; pueden portar cédulas de identidad con pocos o hartos dígitos, pueden ser imberbes de tez lozana o de ceñudos rostros curtidos y piel ajada, pueden contar nietos con los dedos de ambas manos y hasta pueden ser vírgenes; pueden haber vivido dieciocho o sesenta años y sin embargo todos son “viejos” o “Viejos”. Sí, así, con mayúscula, según sea el contexto en el que de ellos se exprese o se escriba.
Esta es una casta muy exclusiva de viejos. Son los trabajadores de la construcción a los que así se les denomina. Dentro de ese conglomerado existe una rama muy especial; son los viejos faeneros
Los viejos faeneros son aquellos excavadores, cargadores, carpinteros, albañiles, pintores, electricistas, mecánicos, maquinistas, choferes, y muchos otros que siendo maestros, ayudantes, jornaleros y aprendices; en el sur o en el norte, en desierto o cordillera, en invierno o en verano construyen un puente o un muelle; una línea eléctrica de alta tensión o un gasoducto; una carretera o una central eléctrica, una instalación minera o una fundición; un observatorio o una represa. Son los que realmente fundan los cimientos de la patria y erigen las estructuras del país y no hacen aspavientos de ello, ni reclaman su derecho en las páginas de la Historia; no esperan ni exigen más reconocimiento que el que le otorgan las leyes y la voluntad de sus patrones.
Característica de estos trabajadores es que en su gran mayoría realizan estas labores lejos del hogar y la familia; durante largas jornadas de trabajo, con unas muy cortas de descanso y con viajes en bus, muchas veces, de más de veinte horas para la “bajada” y otras tantas para la “subida”, tiempo que se imputa a la jornada de descanso.
Generalmente no están en su hogar cuando nacen sus hijos o cuando fallece un familiar cercano. Tampoco en las fechas importantes, como cumpleaños, graduaciones, enfermedades y otras situaciones. Su mujer, sola, tiene que afrontar todos los momentos difíciles y solucionar los problemas, de los hijos y de la casa. También una casta muy, pero muy, especial la mujer del viejo faenero.
Muchas de estas faenas son de alto riesgo, sea por las condiciones de terreno, por las características inherentes a la obra y otras veces por los riesgos propios del transporte. No son pocos los viejos, independiente de la edad, los que han quedado en el camino; una explosión, un derrumbe, una colisión, un vuelco, un imprevisto, un error y otras veces un infarto en lugares alejados e inhóspitos. Muchos han vuelto dentro de una urna en el compartimiento de equipaje de un avión o de un bus. Por ello es que muchas veces el viejo faenero retorna a su hogar solo para que depositen su vida truncada y sus huesos cansados en el cementerio del pueblo natal.
A ustedes, viejos de la construcción. A ustedes, viejos faeneros; quiero rendirles un humilde tributo con estos relatos en que mezclo historias y anécdotas, hechos reales y ficción, realidad y fantasía. Todo vivido con ustedes, por espacio de treinta años, compartiendo épocas buenas y malas; momentos penosos y otros alegres; asados flacos con vino en garrafa y otros gordos con vino embotellado de etiquetas doradas, esto es: “épocas de vacas gordas y épocas de vacas flacas”.

FeñaFernando Arrieta, Ingeniero, administrador de muchos proyectos de construcción de líneas eléctricas a lo largo de todo el país; era un profesional considerado y requerido por los ejecutivos y dueños de todas las empresas del rubro, por sus conocimientos y experiencia en obras de este tipo; sobre todo en la década de los años mil novecientos noventa, auge de las instalaciones de faenas mineras, para extracción de cobre, en el norte del país.
F. Arrieta (Feña para los más cercanos) además era conocido, mentado y muy querido por casi todos, por no decir todos, los viejos faeneros de esta especialidad: excavadores, concreteros, carpinteros, enfierradores, estructureros, montadores, linieros, operadores.
Conocido porque casi todos, en más de una ocasión, habían trabajado bajo sus órdenes, ya que en este trabajo, todos se conocen y se van encontrando en distintas obras y alternando en distintas empresas.
Mentado, por que no había reunión de viejos donde no se comentara de los asados y comilonas que organizaba para festejar el término de una obra, el cumplimiento de una etapa o aquella reunión de trago y baile en algún establecimiento de esos que nunca faltan cerca, y a veces no tan cerca de los lugares de faenas; los cuales en ocasiones cerraban sus puertas para atender solamente a Don Feña, sus colegas y sus viejos, hasta altas horas de la noche; olvidando que a las siete de la mañana había que trabajar. Pero a las siete allí estaban, en el frente de trabajo, trasnochados, pero dispuestos a cumplir las metas, las que a pesar de todo y de muchos, se cumplían; lo que ameritaba otro festejo. Además otorgaba buenos tratos económicos y premios a todos sus esforzados viejos.
Y lo de querido, huelga explicarlo.
Todos los viejos siempre preguntaban en que obra estaba Don Fernando, pensando en la posibilidad de trabajar con él para gozar de los buenos tratos monetarios, de su familiar trato personal y de los excelentes asados; ya que aunque la obra no tuviera el avance esperado y se presentaran problemas que entorpecieran el desenvolvimiento programado, igual se realizaban estos festejos con la intención de “matar el chuncho”.
Travesía del desierto

Por allá por el verano del año mil novecientos noventa y dos, siendo Supervisor de Materiales y Equipos de una empresa de Ingeniería y Construcción, tuve que realizar un viaje de trabajo a una faena, en la que estábamos construyendo líneas de alta tensión para una compañía minera escondida entre desierto y cordillera en la Segunda Región del país.
El Gerente Técnico de la empresa, además de jefe, amigo; también viajó ese mismo día a la misma faena, iba a supervisar el avance de la obra y reemplazar por el período de descanso al Administrador Jefe, también compañero y amigo, que desde hacía un par de meses, había reemplazado a otro amigo: Fernando Arrieta.
Yo ya llevaba trabajando en la misma empresa y en el mismo cargo, varios años, pero nunca había visitado obras alejadas de la capital, solamente aquellas cercanas en que iba y volvía en el día. Tenía que enviar un vehículo de doble tracción, un jeep Renegado, algunos instrumentos de topografía y elementos de seguridad, así que deseché viajar en avión con el Gerente y llevar yo mismo el jeep. El norte para mí era completamente desconocido, por lo tanto lo tomé como una aventura.
Mi jefe tenía que realizar varios trámites en Antofagasta y lo más probable era que viajara a la mina por la noche, por lo tanto el día anterior cuando nos despedimos le aposté, si mal no recuerdo, una botella de whisky, que al otro día llegaría a la mina, prácticamente a la misma hora que él. Me aseguró que aunque yo partiera de Santiago a las tres de la mañana ni ca… llegaba esa noche. Además, como conocedor de la pampa y viejo zorro del desierto, sobre todo sabiendo de mi ignorancia en conducir por esos parajes, me dio varios consejos, me indicó cuales eran los lugares en los que podía exceder el límite de velocidad sin arriesgar un parte y me hizo varias recomendaciones, entre ellas una que me llamó la atención. Calculó mas o menos donde podría yo estar cuando me diera la noche y me dijo que cuando fuera conduciendo por un túnel de árboles, buscara un lugar apropiado entre ellos, saliera de la carretera y me pusiera a dormir; sonreí ante esta recomendación y la olvidé.
Temprano, de madrugada, como a las cinco atravesé Santiago, tomé la ruta cinco y enfilé rumbo al norte.
Comencé a contar, sumar, y calcular de acuerdo al kilometraje que indicaba la guía de carreteras, de la cual me había premunido, a que hora iba a estar en cada ciudad por las que tenía que pasar.
En Los Vilos una taza de café, unas galletas de agua. Un carabinero me pidió lo llevara hasta Coquimbo, pensé no más de 100, y justamente era uno de los tramos en los cuales podía correr a mayor velocidad, según el viejo zorro del desierto. Pero no fue así, el carabinero me ayudó a apretar el acelerador a fondo; él iba atrasado.
En La Serena, medio día y media hora, tiempo para rellenar estanque y estómago y también para conocer la ciudad por ambos lados de la carretera.
Seguir contando y sumando kilómetros, pasando y dejando atrás pueblitos como Cachiyuyo, famoso por un teléfono rural, único en el pueblo y uno de los pocos pueblos que en esos años contaban con este servicio, por eso la propaganda famosa: este pequeño caserío conectado al país y al mundo.
Media tarde, Copiapó, quince minutos, tiempo para comprar unas bebidas, unas galletas, pasar al baño y vamos andando.
Ya con el sol hundiéndose en el mar: Chañaral, otra vez rellenar estanques, uno con gasolina el otro con café. E inmediatamente proseguir en demanda del norte; contando sumando y restando. Por el resultado pensé que era muy posible que perdiera la botella de whisky.
Agua Verde, último lugar poblado y con provisión de agua y gasolina antes de alcanzar el destino final: la mina donde estaba la faena. Las diez de la noche y muchos, muchos kilómetros aún por recorrer.
Aquí, aunque el marcador me indicaba buen nivel de gasolina igual rellené y llené dos bidones metálicos de 20 litros cada uno, esto fue una de las recomendaciones de mi jefe, puesto que la distancia entre este punto y la mina es grande, y es común encontrar a medio camino conductores, incluso experimentados, esperando el paso de otro más previsor.
Rápidamente arriba del jeep y acelerando, no quería perder la apuesta, que además tenía que ser una marca muy conocida, pero no necesitaba sacar más cuentas para saber que ya estaba perdida la botella de Chivas.
Ya medianoche comencé a sentir un poco de frío y según los cálculos que hice mentalmente me faltaba para llegar más de doscientos kilómetros, recordé otra recomendación del jefe, si llegaba más allá de una hora determinada al ingreso de la mina, no me permitirían la entrada hasta el otro día y tendría que dormir en el jeep y soportar el intenso frío que en esas alturas puede sobrepasar los 20 grados bajo cero, por lo tanto comencé a pensar en detenerme.
Corrí un poco más por la noche y la neblina y de repente después de un largo bostezo me doy cuenta que voy pasando bajo un oscuro túnel de enormes y tupidos árboles, me acordé del viejo zorro del desierto, busqué una salida en un claro del bosque estacioné entre los árboles, detuve el motor, puse seguros en las puertas y sin más me quedé dormido arrullado por el silencio de la noche.
Desperté por el ruido de un camión de transporte, cargado con automóviles que transitaba por la carretera con dirección al sur. Ya despuntaba el alba y para mi sorpresa, no había túnel, no había bosque, no había árboles, no había nada; algo o alguien los había talado mientras yo dormía.
Salí del jeep, sentí un frío cortante en mi rostro y quedé como hipnotizado por la bastedad del desierto, su inhóspita belleza y su elocuente silencio. Observé los cerros que vestidos de grises y marrones, se recortaban contra el horizonte marcado por los reflejos de la aurora, semejando animales prehistóricos que despertaban de un largo letargo invernal.
Encendí el motor y mientras éste se calentaba, me afeité, me lavé la cara y los dientes, tomé un tazón de café caliente con el agua del termo que había llenado junto con los bidones de gasolina en Agua Verde. Por última vez miré en rededor buscando vestigios del bosque y partí en demanda de mi meta que calculé a cuatro horas de camino, pavimento y tierra a velocidad moderada, para no llegar muy temprano y además para llenar mi vista con aquella inmensidad carente de vida animal y vegetal.
Poco más de una hora, un cruce llamado Las Primas, un parador solitario para camioneros hambrientos y sedientos, tomé desayuno con un grupo de ellos, alguien mencionó el túnel de árboles, no quise preguntar pero, por lo menos, quedé conforme al saber que no era el único que alucinaba.
Aquí un letrero indicaba al Este la distancia que aún me faltaba recorrer. Camino de tierra y subiendo en busca de la mina escondida entre cerros y desierto.
Después de recorrer una buena distancia y ya internado por sinuosos caminos de montaña miré el nivel de gasolina en el estanque, calculé que me alcanzaba y sobraba para llegar a destino, se había equivocado el viejo conocedor de aquellos parajes.
Al poco andar una Toyota Hylux sin gasolina, diez kilómetros mas allá una Luv doble tracción y ya a poco de llegar una Nissan con el mismo problema. Característica común: todos los conductores usábamos casco blanco. Mi viejo Renegado no necesitó de los bidones, pero vaya que sirvieron para aquellos que no tuvieron la precaución que yo tuve, gracias a la recomendación de aquel zorro diablo que tenía como jefe.
Llegué en el tiempo calculado esa mañana, pensando en la apuesta perdida y en aquel refrán que dice: “Más sabe el diablo por viejo que por diablo”.
Una semana permanecí en la obra supervisando lo relativo a mi labor dentro de la empresa y además conociendo en el terreno mismo el sacrificado trabajo de los viejos, que con su esfuerzo no solo ganan su sustento, sino que, también contribuyen al del gerente, al del administrador, al de Feña Arrieta y también al mío.
Mi jefe, Gerente Técnico y amigo me llevó a conocer toda la extensión de la línea que estábamos construyendo entre cerros, planicies y salares con el marco del volcán Llullaiyaco. Todos los días salíamos cuando el sol llegaba y volvíamos al campamento cuando ya se estaba yendo, así es el trabajo en faena; de sol a sol, de lunes a lunes, no hay domingos ni festivos, no hay calendario; solo fechas de bajada, de subida y de término de obra. Es para sacarse el sombrero delante de estos trabajadores, incluyendo en ellos no solo maestros y ayudantes, sino que también todos los profesionales que dirigen, controlan, y administran una obra; es decir desde el administrador general hasta el más anónimo jornalero.
Al anochecer después del baño reparador y una buena comida, el jefe me invitaba a un trago para paliar el frío de la noche, pretexto, ya que los campamentos mineros están muy bien equipados, en ellos los casinos, dormitorios y otros servicios son de primer orden.
Todo campamento es zona seca, es decir, terminantemente prohibido el alcohol. Igual todas las noches el jefe me invitaba un trago, llegábamos al dormitorio me preguntaba que quería, tenía varias alternativas: whisky, ron, coñac, licor de cacao y varios otros, mientras yo elegía, de su velador sacaba una caja llena de caramelos rellenos con licor. Excelente bar.
Regreso a Santiago
Cuando llegó el día que debía retornar a Santiago, el jefe administrativo me ofreció viajar en avión o en bus salón-cama, yo sabiendo que salía un bus con retorno de trabajadores le manifesté que quería viajar con ellos, me miró y pregunto si realmente estaba seguro de ello, como yo asentí, me respondió que era mi decisión, que yo sabía lo que hacía.
A las nueve de la mañana de un día domingo, un bus de transporte interno dentro de la faena, nos llevó desde la mina hasta el cruce con la carretera, Las Primas.
Aquí abordamos un bus de recorrido interprovincial de una de las más importantes flotas de transporte que realizan este servicio. El conductor, un auxiliar, cuarenta viejos faeneros y yo, una hora antes de mediodía, con rumbo al sur, para llegar a las ocho de la mañana del otro día a Santiago.
En el viaje de la mina hasta el cruce los viejos lo hicieron en relativo silencio, al parecer cansados y aún con sueño o quizás por el hecho de ir viajando en un bus de faena, lo que aún los hacía sentirse dentro de ella y no tenían la sensación de ir de regreso a su casa.
En cuanto hicimos trasbordo de máquina y partimos de Las Primas el ánimo cambió. Todos hablaban, cantaban, se reían, contaban chistes, todo dentro de un marco de sana alegría y camaradería, pensando que al otro día estarían abrazando a su mujer y a sus hijos, los casados, a sus pololas o novias los solteros y a sus nietos los abuelos.
Yo iba sentado en uno de los primeros asientos, junto a un maestro que no conocía, con el cual comenzamos a intercambiar situaciones y experiencias de otras obras, de otros lugares y de otras personas de común conocimiento. Ambos reíamos y festejábamos las tallas de los viejos, como también lo hacía el conductor del bus y su ayudante; este último además atendía solícito cualquier requerimiento de los pasajeros.
Entre las tallas, varias de ellas, un poco veladas algunas y otras más directas, iban dirigidas a mí; ante lo cual no me quedaba otra que sonreír y hacerme parte de aquella diversión
En cierto punto del camino, algunas características del entorno, me trajeron a la memoria aquel túnel de árboles que me había hecho detener una semana atrás, miré el sol brillante, el ondulante horizonte y me dije: no es hora para alucinar observando las grandes lagunas que nos rodeaban.
Como a las tres de la tarde arribamos a Chañaral, abrazados por un calor sofocante, calor que no habíamos sentido gracias al aire acondicionado del bus.
Una hora para almorzar, anunció el conductor; que había detenido su máquina frente a un restaurante, hecho que inmediatamente causó revuelo dentro de éste, al ver entrar esa legión de viejos faeneros que venían bajando, más sedientos que hambrientos, después de la aventura de semanas en la montaña, la travesía del desierto y además con platita en el bolsillo.
Inmediatamente comenzaron los pedidos: cazuelas de ave o vacuno por un lado; pescado frito por otro, pastel de choclo por aquí, una paila marina por allá, y más de alguno pidió un buen bife a lo pobre; y todos, lo cual me llamó la atención, botellas de bebidas gaseosas de las más grandes, uno y medio o dos litros. Parece que era grande la sed.
Me ubiqué en una mesa, junto con mi compañero de asiento, un par de capataces, un topógrafo y un corpulento operador de camión grúa, que tiempo atrás había trabajado conmigo, como chofer de adquisiciones en la oficina central.
Todos pidieron más o menos lo mismo de las otras mesas, yo me tenté con un gran trozo de congrio frito y un buen plato de ensalada a la chilena. Todos en la mesa también pidieron gaseosas, solo que en botellas individuales. Yo con un poco de temor, me atreví a pedir una cerveza de tamaño normal; al escuchar mi pedido, un capataz, el topógrafo y mi compañero de asiento, cambiaron de opinión y también pidieron cerveza; eso sí, la mezclaron con la gaseosa. El operador, que había trabajado conmigo, fue el único de los cuarenta viejos que pidió agua mineral.
El almuerzo transcurrió entre tallas, risas y brindis con Coca-Cola, Fanta, Bilz, Papaya y otras bebidas gaseosas; solo yo lo hacía con cerveza y con vergüenza ante tanto abstemio.
Transcurrida la hora, el conductor ya estaba en su puesto esperando que subieran los pasajeros. Fui uno de los primeros en ocupar mi asiento. El conductor quiso decirme algo, pero en ese momento comenzaron a subir todos los viejos. Me llamó la atención que todos subían premunidos de una o dos botellas grandes de gaseosas. Debe ser grande la deshidratación que produce el estar veinte, treinta, y hasta cuarenta días en la agotadora faena. Algunos subían con una sonrisa un poco forzada y ojos somnolientos, pensé, debe ser el calor de la tarde o el opíparo almuerzo consumido lo que aplacó los bríos anteriores a la detención en aquel restaurante.
Como a las cinco de la tarde, con un sol sofocante, el bus de nuevo corriendo por la Panamericana con rumbo a Santiago.
Alrededor de una hora duró, lo que parecía siesta. Durante ese tiempo, mi vecino de asiento realizó un par de viajes a la parte posterior del bus. El conductor y el auxiliar varias veces intercambiaron palabras y miraban a los pasajeros por el espejo retrovisor. Poco a poco se comenzaron a escuchar murmullos, que fueron subiendo de volumen hasta convertirse en algarabía, similar a la de la mañana.
Pero había algo en el ambiente, que la hacía distinta; el tono de las palabras, el tenor de la conversación, el calibre de las tallas y un tufillo en el aire que no era precisamente a Bilz, Papaya u otra bebida gaseosa de las que habían subido en Chañaral.
En una de las vueltas de mi compañero, que regresó sonriente, algo me comentó, cuando me habló su aliento me llevó a la realidad; recién me di cuenta de lo que estaba sucediendo. Miré al conductor, el cual para mi sorpresa me estaba mirando a través de su espejo y me hizo un gesto de asentimiento. Me acordé, en ese momento, que cuando subimos después del almuerzo, algo había querido decirme. Pues esto era.
Las botellas tenían el color de la bebida original pero el contenido era por lo menos un cincuenta por ciento pisco, vino o cerveza; mi vecino me comentó que en el almuerzo las bebidas también eran camufladas; y pensar que a mí me dio vergüenza pedir cerveza ante tanto abstemio; me reí para mis adentros.
Me puse de pie, miré a los viejos, varios me saludaron con un: ¡Salud jefe! Y se llevaron sus botellas a los labios, les contesté con mi lata de Coca-Cola Light y ahí comenzó la fiesta, parece que el que yo dijera salud era el detonante que faltaba.
La algarabía fue total, chistes y tallas de todo tipo, risas, cantos a coro, gritos y brindis. Brindis por todo y por todos, por cada uno de ellos, por el conductor del bus, por el auxiliar, por mí, por cada uno de sus jefes y por Feña Arrieta.
Otra entretención que inventaron, la cual no me pareció muy atinada; consistía en llamar al auxiliar, muchacho joven, con cualquier pretexto y cuando éste recorría el pasillo lo tocaban y agarraban por todas partes, sobretodo sus partes púdicas, lo cual exacerbaba aún más los ánimos caldeados por el licor.
Mi compañero ya no hacía viajes a la parte posterior, en algún momento trató de justificar el comportamiento de sus compañeros; después cerró los ojos, al parecer simulando dormir, pero yo me daba cuenta que no era así porque a cada talla o ocurrencia de los demás sonreía, con los ojos cerrados simulando dormir.
Ya con las últimas luces del día comenzamos a descender una cuesta con hartas curvas y con bastante pendiente. Fue en ese momento cuando no se les ocurrió nada mejor que comenzar a saltar y correr por el pasillo. Dos de ellos premunidos con cámaras fotográficas comenzaron a plasmar con ellas vistas para el recuerdo. Esto de las fotografías era entretenido y comprensible, pero dejó de serlo cuando en el preciso momento en que el bus tomaba una curva cerrada alguien ordenaba con gritos que todos se corrieran atrás, luego adelante, a un costado y al otro, esto en repetidas ocasiones y en cada una de las curvas de la cuesta. En cada movimiento tomaban una fotográfica y además ponían en peligro la estabilidad del bus. Yo miraba al conductor, que con dientes apretados y con el volante firmemente asido, hervía por dentro. El auxiliar se aferraba a su asiento preocupado.
Cuando salimos de la cuesta, ya oscuro, los ánimos se calmaron un poco, parece que las curvas los excitaban. Era que no, a mi también me excitan las curvas, pero no éstas, ni en estas circunstancias.
En esos momentos fui al baño, ya no podía contener la cerveza que había tomado con vergüenza en Chañaral; mejor no hubiera ido, ahora me invadió otra vergüenza que sería largo de explicar y quizá no viene al caso. El bus y el baño eran un chiquero.
Al poco rato el alboroto continuo, ahora las botellas de plástico vacías eran proyectiles. Le pedían a gritos, al conductor, que encendiera las luces interiores. Parece que éste no las encendía pensando que la oscuridad podría traer el sueño y calmar a los exaltados viejos.
Noche oscura y estrellada, como a las diez entramos al terminal de la ciudad de Copiapó, mitad de camino a nuestro destino.
Bajó el auxiliar, el chofer permaneció en su asiento y mantuvo la puerta cerrada para que nadie bajara, sabiendo que si lo hacían sería para reabastecerse de la bulliciosa, molesta y dañina mezcla etílica.
Aquí comenzó una discusión entre el conductor y varios viejos que querían bajar con cualquier pretexto, pero aquél se puso firme y no abrió la puerta.
De repente desde la parte posterior, como un energúmeno, con los ojos inyectados en sangre y voz áspera trabada por el alcohol, arremetió un viejo corpulento alegando que ellos eran los que decidían lo que hacían, ya que para eso pagaban pasaje de primera clase y que él podía manejar el bus. Esto era un verdadero motín en carretera. En su actitud se notaba que su intención era pegarle al conductor. Este se puso de pie y esperó al agresor dispuesto a defenderse.
Aquello rebasó mi paciencia y de un salto me interpuse entre los dos dispuesto a terminar con aquella situación, antes que el conductor o el auxiliar que estaba abajo requirieran la asistencia de la fuerza pública.
Cuando estuve entre los dos me di cuenta que el energúmeno era un viejo conocido mío, era aquel operador que había tenido como chofer de adquisiciones en Santiago y que en la mesa que compartimos en Chañaral acompaño su almuerzo con agua mineral.
Apelando a nuestra antigua relación de trabajo y hablando más fuerte y claro que él, logré calmarlo y enviarlo a su asiento, ayudado en esto por dos maestros, conocidos por años y que no habían participado de la jarana de los demás.
Luego de esto, aprovechando el silencio que se produjo y levantando la voz, para que todos me oyeran, les pedí me escucharan. Les expliqué que en el bus, estando fuera de la faena y no siendo éste de nuestra empresa, carecía yo de toda autoridad para llamarles la atención y tomar alguna medida en contra de ellos, pero que como persona y pasajero les exigía el respeto correspondiente para mí, el conductor, el auxiliar y también para aquellos pocos que no participaban de su escándalo y no se atrevían a llamarlos a la cordura. Además que si alguien tenía autoridad dentro del bus, éste era su conductor y estaba en todo su derecho de llamar a Carabineros para hacer bajar e incluso detener al que estuviera violando las normas para este tipo de servicio. Incluso amenacé con hacer valer mi cargo dentro de la empresa para tomar alguna medida en contra de aquel que continuara provocando desorden.
Todos en su asiento, el silencio fue total. Volvió el auxiliar. Gracias amigo, me dijo el conductor. Salimos de Copiapó, carretera y buscando Santiago que aún estaba lejos.
Solamente algunos murmullos, alguien que mencionaba que esto, parecía una cárcel, y no un bus de transporte de personas cuerdas, responsables y trabajadoras, que pagaban su pasaje. Luego silencio, respiraciones acompasadas y también fuertes ronquidos.
Yo nunca he podido dormir viajando, menos en estas circunstancias.
Cuatro de la mañana, terminal de La Serena, cuarenta viejos faeneros profundamente dormidos. El conductor, el auxiliar y yo bajamos, fuimos al baño, tomamos un café bien cargado y caliente. El auxiliar subió una caja con sándwiches y dos termos con te y café para el desayuno de los pasajeros. Todo esto en veinte minutos. Próxima parada: Santiago.
A la altura de Los Vilos ya se insinuaba el nuevo día, pronto los primeros rayos de sol comenzaron a despertar a los pasajeros, algunos murmullos y de pronto desde el fondo del bus una voz potente que rompe el silencio, se hace oír y termina de despertar a los que pretendían seguir durmiendo.
¡Atención compañeros, todos conmigo!
¡Tres ra por Fernando Arrieta!
¡Ra! ¡Ra! ¡Ra!
¿Por quién?
¡Por Fernando Arrieta!
Contestó al unísono un coro de cuarenta viejos faeneros que volvían a su hogar, y su familia, después de una larga jornada de trabajo haciendo patria y forjando país en el inhóspito desierto y la agreste cordillera.
La alegría, la risa, los chistes y las tallas, todo se reanudó, pero ya sin los efectos del alcohol. El auxiliar sirvió el desayuno, nadie lo molestó, al contrario un viejo de veinte años le ayudó. Varios me saludaron con un buen día jefe y me preguntaron como había dormido.
Sonreí pensando en el día y la noche anteriores, en el viaje que hice solo en jeep, desde Santiago a la obra, en el viejo zorro, en el jefe administrativo que me había preguntado si realmente quería viajar con los viejos, en todos mis amigos, compañeros y colegas de la construcción y por supuesto también en Fernando Arrieta.
Me prometí, para mis adentros, que si bien es cierto, mucho puedo querer y admirar a los viejos faeneros; nunca, nunca más un viaje de retorno con ellos.
Entrecerré los ojos, parece que dormí, porque cuando los volví a abrir después de soñar con un gran y bien regado asado ya estábamos entrando a Santiago.
Miré por el espejo al conductor, éste me saludó con una amplia sonrisa y un gesto amable levantando su pulgar derecho, parece que también conocía a Fernando Arrieta.