jueves, febrero 12, 2015

Una noche de San Juan



 Vicente Herrera Márquez


Dos días que estaba en Donosti o San Sebastián, tierra de raza indómita, de hombres trabajadores de mar y campo; y mujeres gestoras de familia, tradición, nación y patria.
Lo había traído a estas tierras una ilusión nacida en redes modernas y llegó esperando encontrar una bella mujer que a través de esa maraña llamada internet lo sedujo y cautivó. Era una mujer hermosa y cautivadora que lo conquistó, con prosa y poesía llena de vida y misterio, de tal manera que allí estaba queriendo encontrarla. Le había dicho que se su nombre era Lamia, nombre que encontró interesante, llamativo e enigmático además de la fotografía que le había enviado, la cual no era muy nítida pero que igual mostraba una mujer esbelta, bella y con unos ojos inmensos llenos de vida…
Por dos días la buscó en los lugares que creía podría encontrarla, en las calles del centro, en el parque de la universidad, en el paseo de la playa La Cocha y en algún café del centro tomando un capuccino y leyendo un periódico. Buscó y preguntó, siguió buscando por calles planas e inclinadas, nadie la conocía. Nadie pudo darle una respuesta cierta y solo pensaba en irse de aquella ciudad que creyó le estaba mintiendo o escondiendo algo.
El segundo día de estadía, en su recorrido por calles y lugares posibles de encontrarla de repente se vio entrando en una biblioteca abierta al público en la calle Urdaneta Kalea, pensó buen lugar para descansar y olvidar un poco el calor de los primeros días de verano que sobrepasaban largamente la temperatura conocida para esa época del año.
Pidió algún libro, la encargada entre muchos le propuso algo referente a la mitología vasca, lo cual inmediatamente le atrajo y pidió tres o cuatro libros referentes al tema, algo ya había leído sobre el tema que de alguna manera en su momento le había llamado la atención. Había leído de seres que poblaban los campos, los ríos, las montañas y las playas, entre ellos unas mujeres hermosas de piel muy blanca y de un cuerpo que era la armonía perfecta. Lo que las diferenciaba de otras mujeres era que sus extremidades inferiores terminaban en patas palmípedas, igual que las de las aves acuáticas y en otras casos en cola de pez, diferencia que para nada disminuía su hermosura y encanto. Fue esto o el nombre que tenían fue lo que más atrajo su atención: Lamias o Lamia.
¿Lamia? Ahora asoció el nombre de la mujer que lo cautivó e indujo a venir a estas tierras, ella se llamaba Lamia. Siguió leyendo y al retirarse preguntó dónde podría comprar algún libro que le entregara más información sobre estos seres mitológicos. Una lectora hermosa que lo escuchó se acercó y le indicó una librería y el nombre del autor investigador de la tradición vasca, el anotó esos datos. Al mirar a su informante vio en sus ojos algo distinto y al observarla notó en ella algo especial. Intrigado se alejó en busca de la librería, pensando y preguntándose casi en voz alta: ¿Todas las mujeres vascas serán Lamias?
Compró bastante literatura y entusiasmado se fue al hotel donde se hospedaba con ansias de seguir leyendo todo lo posible sobre esos seres hermosos, mejor dicho hermosas, que lo convencieron de quedarse en Donostia hasta encontrar a su Lamia, fuera esta diosa o mujer, pero decidió quedarse hasta encontrarla y tenía el presentimiento que el encuentro estaba pronto a llegar y en algún lugar muy cercano de allí.
Ya avanzada la tarde salió del hotel ubicado en el extremo más alejado de la Playa de la Zurriola, El Punta Monpás. Caminó intranquilo y apurado por la avenida José Miguel Barandiarán Kalea, mientras pensaba en ese idioma complicado que es el euskera a propósito de que todos los nombres de calle terminaban en Kalea, lo que le hizo suponer que significaba calle. Algunas palabras, las de saludo y despedida y unas pocas más, le había enseñado Lamia en momentos de comunicación virtual, como por ejemplo:
Egunón = Buen día
Arast saldeón = Buenas tardes
Gavón = Buenas noches
Geroarte = Hasta luego
Bihar arte = Hasta mañana
¿Zer moduz saude? = ¿Cómo estás?
Ni ongi ¿Eta zu? = Yo bien ¿Y tú?
Ongi ni ere = Bien también
Con estas palabras y algunas otras muy importantes, pero que no vienen al caso, él se consideraba apto para buscar a su enamorada donostiarra.
Al poco caminar divisó la playa allí a metros más abajo, y un mar de gente que se confundía, con las olas del mar Cantábrico, sintió un llamado de ese mar y rápidamente bajó escaleras, cruzó la Plaza del Padre Claret y bajando por una rampla pisó arenas del norte. En ese momento se sintió un grano más de arena en el universo, pero a la vez lo invadió una sensación de ser infinito que se esfumó cuando a sus espaldas escuchó una voz de mujer que le decía:
—Hola…  —seguido de su nombre.
Fueron segundos que se hicieron tiempo indefinido sin saber qué hacer. Ahora fue un:
—Hola cariño, te estaba buscando.
Giró sobre sus talones   y allí estaba, diosa o mujer, allí estaba Lamia, la que se arrojó a su cuello tal como se lo había dicho alguna vez que es lo que haría si algún día se encontraban. El la abrazó con la fuerza del viento de su tierra y fueron largos minutos en que fueron solo un cuerpo de viento, de mar, de distancias, de esperanzas, de encuentro de dos seres, de dos soledades, de una mujer vasca y un hombre de tierras lejanas.
Se sentaron en la arena, se miraban, conversaban, se besaban, conversaban, se besaban y sus manos permanecían unidas. Se olvidaron de la gente, del bullicio,  de las olas y el sol que quemaba y se olvidaron del reloj. Pasaron las horas que quedaban de tarde, el sol se alejaba por el oeste, la playa se despoblaba, pero ellos seguían allí ensimismados en sus miradas y gestos, en sus palabras y besos, eran simplemente dos enamorados más, en la playa de la Zurriola.
Ella se puso de pie y tendiéndole una mano le dijo: ven vamos a nadar y nadaron, nadaron y en medio de las olas amparados por el crepúsculo no esperaron más tiempo y al compás del vaivén cantábrico hicieron el amor una, dos tres y más veces, sin importarles nada ni nadie, el mundo era sólo de ellos…
Volvieron a la playa, allí sentados en la arena mientras descansaban del nado en el mar y en el placer, se dieron a las caricias y el ensueño. Ella manifestó sentir dolor en sus rodillas mientras las manos de él comenzaron a recorrer el tentador camino que nacía en los pies de ella y comenzaron a subir buscando otros encantos, fueron recorriendo esa piernas largas, largas, de diosa, de mujer, de Lamia, de su Lamia… cuando sus manos llegaron a las rodillas se detuvieron por largo rato y las recorrían en todo el contorno de ellas siguiendo las líneas de una larga cicatriz que rodeaba ambas rodillas…
—¿Amor, que son esas cicatrices que tienes en las rodillas?
Ella se tocó las rodillas, dando un pequeño masaje, lo miró a los ojos diciéndole:
—Después te cuento cariño, ahora caminemos un poco.
De la mano caminaron por la arena mojada mientras ella tarareaba una canción alegre en euskera que mezclaba voces de pastores, voces de pescadores y voces de niñas en una ronda infantil... al parecer algo le dificultaba caminar normalmente.
En algunos lugares de la playa gente de todas las edades preparaba grandes fogatas, mientras la luna era cómplice de aquella noche de amor entre seres de tierras distantes.
—Amor que hace la gente —preguntó él.
—Preparan grandes piras de fuego, hoy es 23 de junio y esta noche es la víspera de San Juan, noche de fiesta, brujas, sortilegios y misterio —respondió Lamia.
Él ensimismado e intrigado la miraba y  escuchaba, mientras observaba los preparativos  en que estaba inmersa toda la gente.
Caminaron, parece que a ella algo le molestaba en sus rodillas, cada tanto se hacía  un masaje en ellas y parece que le costaba caminar, en un momento dijo…
—Alcancemos aquellas rocas que se ven recortadas a la luz de la luna y descansemos un rato, antes de irnos a casa, cariño —a cada tanto ella repetía la palabra cariño.
Él asintió y en brazos la llevó hasta las rocas, las que cada tanto recibían la caricia de la olas que al reventar levantaban una gran cortina de burbujas. A  lo lejos se escuchaba el repicar de las  campanas de alguna Iglesia…
De repente, sin darse ellos cuenta, una gran ola emergió de las profundidades y los arrojó al mar, él sin haber soltado la mano de ella  quiso asirse de una saliente rocosa pero no pudo, más pudo la fuerza del mar y los arrastró aguas adentro, él hacia esfuerzos sobrehumanos para mantenerse a flote sin soltar la mano de Lamia. Pero fue ella la que comenzó a nadar con fuerza llevándolo  hacia mar adentro esquivando las rocas…
Casi desfallecido por el esfuerzo él se dejó llevar por ella, la que nadaba sin mucho esfuerzo y con la maestría de una gran nadadora. En algún momento la fuerza de una ola los separó. Él cansado comenzó a hundirse, pero rápidamente llegó ella y le tendió una mano. Creyó que el Cantábrico haría pagar con vida el atrevimiento de venir a quitarle una de sus ninfas y mientras su mirada, bajo el agua casi transparente, veía que ella se acercaba nadando rápidamente, sus labios parece que le decían:
—Ven cariño —y  le tomaba una mano con toda la fuerza ancestral de la mujer vasca.
Con sorpresa se dio cuenta, mientras hacían esfuerzo por subir, que sus pies desde las rodillas hacia abajo se habían transformado en patas palmípedas especiales para nadar… pero el mar en ese momento era un monstruo marino que los arrastró a ambos abrazados hacia las profundidades abisales…
Lamia era realmente una Lamia. Su Lamia era una verdadera Lamia…  la había encontrado… y con ella… para siempre… se quedó.


Todo esto puede haber ocurrido hace más de cien años como puede haber ocurrido hoy en la Noche de San Juan, de todas formas fue en un tiempo sin tiempo… en que las comunicaciones eran virtuales.
Desde aquel día cuando cambia la estación de primavera a verano el Cierzo se desplaza con una fuerza inusitada que desde el mar atraviesa montes y llanuras verdes y más al sur del Ebro se esparce apacible por tierras más áridas del sur de Navarra, y dicen los campesinos que se oye una canción que por momentos es una voz tan cristalina como canto de manantial, por momentos una voz grave como tormenta cantábrica y luego continua con un aria a dúo que estremece las comarcas sureñas de las tierras vascas.
Y dicen también que en noches de luna llena se ven ambos retozando en la hierba más alta que crece a orillas de ríos y riachuelos donde a coro croan las ranas, cantan los grillos y al amanecer desaparecen cuando el ambiente se alegra con el trinar de las alondras.

De cuando Heródoto de Helicarnaso, Carlomagno y Napoleón fueron parte de mi historia



Vicente Herrera Márquez


A pesar de que tengo unos cuantos años y muchas situaciones vividas, aunque muchos no crean, no he podido vencer un mal que me acompaña desde niño, es mi timidez para acercarme, como hombre, a una mujer hermosa y declararle mis intenciones para con ella, o mi admiración, o mis sueños, o mis deseos o todo lo demás. Yo lo llamo miedo a la hermosura.
Leyendo en internet algunos casos similares me he ido introduciendo en el mundo de la sicología y también de la historia con el relato de casos y situaciones similares, por ello me fui armando de un poco de conocimientos y de mucho valor, y cuando me sentí capacitado salí a la calle a la conquista de mujeres bellas.
Primero probé en un centro comercial con una joven muy agraciada que miraba los escaparates de una tienda.
Muy simpática, alegre y condescendiente me siguió la corriente, pero todo terminó cuando se acercó a ella alguien que al parecer era su novio o su marido.
Pero igual quedé satisfecho con mi desempeño.
Luego en la consulta médica con la secretaria me fue bastante bien, conversamos de gustos afines, de música, le pregunté si le gustaba bailar y sonriendo me respondió afirmativamente…  y cuando la estaba por invitar al cine me llamó el doctor.
Cuando salí de la consulta ella no estaba, había una señora mayor en su lugar.
Así pasó el día con varios intentos fallidos, no por mí, el desempeñó desde mi punto de vista fue muy prometedor, si no logré concretar algo  fue por factores ajenos a mi voluntad.
Cuando ya anochecía sin darme cuenta pasé por una zona frente a un parque donde vi muchas mujeres y hombres, según me pareció, era uno de esos lugares de la ciudad donde se compra y vende sexo. Muchas mujeres jóvenes se acercaban y subían en automóviles que las esperaban en un estacionamiento o que pasaban por la calle. Confieso que nunca me he detenido en lugares de este tipo y mucho menos he tenido sexo con alguna mujer prostituta, pienso que de ninguna forma podría estar con alguna de ellas, son las que más temor siempre me han infundido para entablar una relación.
Haciéndome el valiente me dije que ahora era el momento de probarme, y que mejor lugar. Si aquí lograba acercarme a una de ellas sería el triunfo  esperado y la satisfacción de mis desvelos.
Era alta, en enormes tacones, delgada, hermosa, rubia, vestía un traje oscuro sobrio, que contrastaba con la vestimenta de las demás, sólo su pelo rubio encendido era igual a muchas de las mujeres que estaban en el lugar. Llevaba unos coquetos lentes ópticos que le daban un aire de intelectualidad, que yo no esperaba encontrar en aquel lugar.
Aminoré al mínimo el desplazamiento del auto y me detuve muy cerca de ella. Bajé y caminé a su encuentro, parecía más alta que yo y la veía imponente. Casi tartamudeando y con ganas de salir corriendo, la saludé amablemente y comencé a explicarle casi como un joven e inexperto adolescente, que yo quería conquistar una mujer y estar con ella, pero mi temor a las mujeres hermosas me lo impedía. Casi por favor le pedí que me escuchara  y dejara explicarle con calma mis motivos y mis ansias de vencer esta timidez. Ella indiferente me escuchaba y se hacía muy la interesante, me miraba, miraba a su alrededor y me volvía a mirar, insinuaba acercarse al auto y eso  me dio más ánimo y después de unos diez minutos de intercambio de palabras, miradas y algunas sonrisas, ella subió al auto y juntos partimos con rumbo al hotel más renombrado de Santiago. Más del cincuenta por ciento de los habitantes de esta ciudad, que es inmensa, saben a cual me refiero.
Allí con temor yo le conversaba de cualquier cosa y ella realmente me prestaba atención, pedimos champagne y brindamos:
—Por nuestro encuentro —dijo ella.
—Por nuestro encuentro —respondí y me anime a preguntar— ¿Cómo te llamas?
—Josefina respondió —con una amplia sonrisa
—¿Y tú? —me preguntó
Yo ya me iba sintiendo en confianza y libre de temores y recurriendo a mis conocimientos de historia, sin pensarlos dos veces, poniendo mi mano derecha a la altura de mi abdomen e introduciéndola bajo la camisa, exclamé:
—¡Napoleón!
Me miró, la miré y ambos, al unísono, soltamos una sonora carcajada…
—No, es broma, me llamo…
—Déjalo así, me gusta, desde ahora tú te llamas Napoleón, me rodeó con sus brazos y sus labios en los míos encendieron la pasión.
Era el inicio del romance y el principio del fin de mis temores.
En algún momento de la conversación, ella dice:
—Claro uno a veces está obligado a decir e informar lo que ve o le cuentan, sin por ello creer en todo aquello, tal como lo dijo Heródoto de Helicarnaso… —y agregó–. No me hagas caso.
—¿Qué? ¿Quién? ¿Quién dijo eso?
—Heródoto de Helicarnaso, ¿Lo conoces?
—Ehh, sí, sí lo conozco fue un historiador de la antiguedad llamado el padre de la historia.
—Ahhh, me estoy dando cuenta que sabes algo de historia, por favor sírveme otro poco de champagne.
—Si mi amor le sirvo y para mí también.
—A tu salud mi Napoleón –exclamó Josefina
—Y yo brindo a tu salud y tu hermosura, y también a la de ese señor que nombraste recién… —y mientras bebíamos yo me daba cuenta que lo mío estaba ya siendo historia antigua.

La noche continuó y se inundó de besos, de caricias, de suspiros y quejidos y en algún momento con exclamaciones creyéndome el mismísimo Carlomagno al frente de un ejército derrotando al oponente.
Vestimos las horas con prendas de tiempo, noche, placer y además grabamos historia de sexo y pasión en las cortinas y en los muros blancos de aquella habitación, historia que al final decía: aquí perdí el miedo a las mujeres hermosas…
La noche fue gloriosa para ambos, nos sentimos en el limbo y no queríamos irnos de allí.
Pero la vida sigue y el placer tiene que esperar.

—¿Dónde te dejo?
—En el mismo lugar donde nos encontramos anoche.
La miré con cara de interrogación, pero no quise preguntar.
Cuando llegamos a ese lugar me llamó la atención el gran y moderno edificio de aquella esquina y noté que por sus grandes escalinatas y puertas ingresaba una cantidad considerable de mujeres y hombres jóvenes.
Intrigado le pregunté a Josefina
­—¿Qué hay ahí mi amor?
—Esa es una Universidad y es muy importante.
—Entonces, entonces, entonces anoche…
—Anoche cuando tú pasaste por aquí, era hora de salida de muchos cursos…
—¿Entonces tú… tú… no eres… tu estudias aquí?
—No tesoro, no soy, tampoco estudio, yo trabajo aquí.
—Entonces…yo…yo…yo…
—¡Shssssss, no digas nada!  Me alegro que anoche hayas pasado por aquí y esta noche también quiero estar contigo. Pasa a buscarme a la misma hora.
Me puse pálido y tartamudo no sabía que decir, pensé ¿El mismo temor otra vez?
—Piensa que venciste ese miedo que te acompañaba además te digo que para nada sentí que tuvieras algún temor. Parece que solo eran creencias tuyas, al contrario te digo algo, ven acércate te lo diré al oído:
—¡Fue una noche divina, divina, divina tesoro, quedé con deseos de mucho más!
Cuando ella se iba, casi gritando le dije:
—¡Sí, sí, sí, te estaré esperando a la misma hora!
Ella volvió sobre sus pasos, me dio un beso en la boca y me dijo:
—Sí, a la misma hora, y si me atraso un poquito lee mientas  este libro, toma te lo regalo y se alejó corriendo perdiéndose en un grupo de jóvenes que entraban a la universidad.
Quedé un rato pensando en mi “conquista” y en toda la “historia” de esa, para mí, noche inolvidable.
Y ya no pensé en miedo, sólo pensé en Josefina y solo me pregunté
—¿Miedo yo?  —y solo me respondí:
—¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Dónde?  ¡Nunca!
Antes de poner en marcha el automóvil tomé el libro que ella me había dejado y leí el título: “Un vistazo nuevo a la historia antigua” con letras más pequeñas “Un estudio sobre Herodoto de Helicarnaso y el nombre del autor:
Josefina xxxxxxxxxx Doctora en Historia y Filosofía.

Heródoto de Helicarnaso, Napoleón, Carlomagno y muchos grandes personajes de la historia estuvieron allí esta esa con nosotros. Ella no era prostituta, era profesora de historia que salía de su trabajo mientras yo pasaba por aquella esquina. (Lo que se llama el momento y el lugar precisos) Le impresionó mi forma de abordarla y eso la incitó a seguirme en mis intentos y  además animada  por un estudio que llevaba a cabo relativo al comportamiento humano, se interesó para saber hasta dónde era capaz de llegar yo y más aún, hasta donde podría llegar ella…
Bueno, ahora el tiempo y la historia lo dirán.

La ronda de las camisas



Vicente Herrera Márquez


Nos despertamos temprano, entre risas y bromas los cuatro tomamos desayuno, el día anterior había llegado a casa después de un mes en viaje de negocios, mi trabajo siempre demandaba viajes al extranjero, a veces más cortos y a veces más largos en distancia y tiempo.
Los chicos, con su despedida habitual, se fueron al colegio.
Sin decir una sola palabra, tú y yo, terminamos de tomar desayuno.
Sonó el teléfono, tomaste el inalámbrico y corriste a contestarlo encerrada en el cuarto, me aburrí de esperarte para conversar de muchas situaciones postergadas. Seguías hablando por teléfono y subí al escritorio en el segundo piso y allí me puse a ordenar papeles.
Al rato subiste y me preguntaste que quería hablar, traté de decir algo y me interrumpiste diciendo:
—Si es cierto, mejor no digas nada, quiero el divorcio —y te pusiste a llorar al tiempo que bajaste abruptamente las escaleras dejándome con mis preguntas enredadas en los labios.
Me senté frente al teclado y como loco me puse a escribir.
Cuando terminé de escribir, después de casi todas las horas de sol, desde mi ventana miré hacia el patio donde vi que mi mujer colgaba en el tendedero una docena de camisas de todos colores.
Allí tendidas al soplo de la brisa vespertina parecía que se tomaban de la mano, mejor dicho de las mangas,  y jugaban a la ronda  cantando: Aserrín, aserrán, los maderos de San Juan…
—¡Tantas camisas que usé en el viaje! —pensé—.  Pero al mirarlas bien, me di cuenta que ninguna era mía.