Vicente Herrera Márquez
Aquella discusión realmente terminó con el último vínculo que aún los unía. Los empleados de aquel hotel en Copacabana todavía deben recordar aquella discusión que comenzó en el comedor durante el desayuno, continuo en los pasillos y en el cuarto y no paró hasta que ella con sus bolsos y maleta subió a un taxi que la llevó directo al aeropuerto de Galeao donde abordó un avión que la llevó de regreso a su país.
Todo
había comenzado el día anterior en la playa frente al hotel. Después de cruzar
la avenida Atlántida se detuvieron en un kiosco a comprar cigarrillos. Mientras
él compraba su mujer coqueteaba con un pequeño grupo de jóvenes cariocas que
jugaban con una pelota de plástico, adolescentes de no más de dieciséis o
diecisiete años. Esto lo molestó y comenzó a recriminarle a ella su actuación.
Estas situaciones se habían venido sucediendo desde el primer día que habían
llegado a Rio de Janeiro, los primeros días de carnaval. Todos los días tenían
pequeñas discusiones por esto y era algo que nunca antes había sucedido,
seguramente el clima, la distención carioca, la ausencia del medio inquisidor
acostumbrado en el círculo conservador que la rodeaba en su país y la acumulación de frustraciones habían
llevado a que ella se comportara en una forma desenfadada y liberal, por no
decir libertina. Cosa que estaba complotando para no lograr unas tranquilas y
agradables vacaciones.
Ya
tendidos en la playa abrazados por el calor tropical se acercó a jugar con su
pelota el mismo grupo de muchachos que estaban en el kiosco, a ellos se había
agregado un joven alto y fornido de reluciente piel morena que sobresalía entre
los demás.
Al
verlo, ella se puso de pie como desafiando al mar y haciéndose notar a los ojos
de aquel esplendido carioca. Mujer de treinta y cinco con muy buena figura,
también llamaba la atención con su minúsculo bikini que jamás se había atrevido
a usar en las piscinas o playas de su país, lo que también llamó la atención
del aquel jugador de pelota. Todo el rato, que estuvieron en la playa, más o
menos tres horas, el coqueteo fue descarado y notorio.
Allí
comenzó la gran discusión y prácticamente el quiebre definitivo, lo que llevó
al regreso apresurado de ella a su país y la incertidumbre de él en el
epicentro del carnaval de la vida.
Ese
último día mientras su mujer coqueteaba, mientras él trataba de disimular su
enojo e incomodidad se detuvo a observar una solitaria mujer que tomaba sol
como a cinco metros. Le llamó la atención más que su cuerpo que sin ser
espectacular a nadie dejaba indiferente, la atractiva y misteriosa belleza de
esa mujer made in Brasil, mulata de ojos claros y un dejo de tristeza en su
mirada. Por algunos momentos, durante el
tiempo que allí estuvieron, sus miradas se cruzaban, se detenían y se mantenían por largos segundos pero sin
muecas o gestos que denotaran algo más allá de simples miradas, como existen
miles de ellas en todas las playas del
mundo.
Aquel
día, después de la gran pelea y huida intempestiva, por la tarde él salió del
hotel sin un destino definido a buscar olvido y sosiego para sus inquietudes.
Sin pensarlo, después de abordar un medio de transporte en la avenida Copacabana se encontró
caminando por las calles de otro lugar importante y conocido de la capital del
carnaval: Ipanema.
Luego
de caminar como cuatro cuadras llegó a la playa, compró un periódico, buscó un
lugar donde no hubieran personas jugando a la pelota o con paletas y sacando una cerveza de su
bolso se puso a leer las noticias, entre ellas el balance del recién finalizado
carnaval con su secuela de riñas, asaltos y muertes propias de este desenfreno
anual, también las noticias del futbol a lo largo y ancho del mundo y las
consecuencias de la crisis financiera.
Cuando
hubo concluido con la lectura y otra lata de cerveza, se dio cuenta que ya la
playa era un mar de gente, al desplazar su mirada en todo el rededor sus ojos
se detuvieron en un bello cuerpo que le pareció conocido y al ver aquel rostro
con un dejo de amargura, se acordó muy bien quien era. Era la mulata triste que
había llamado su atención el día
anterior en la playa de Copacabana. Ella también lo vio y sus miradas se
encontraron, y se detuvieron entre sí mucho más tiempo que el día anterior. Él
hizo un gesto con sus labios como diciendo: hola, los labios de ella
revirtieron el mismo gesto pero con un dejo de tristeza en su sonrisa…
Esto
más las cervezas y la soledad lo impulsaron a acercarse a aquella mujer de la
sonrisa triste y piel anochecida…
—Puedo
sentarme a tu lado —preguntó.
—Claro
que puedes —contestó ella—, la playa es de todos, es mía y es tuya, es del
samba y del bossa-nova y también de las tristezas y las soledades…
—Ayer
te vi —dijo él— estabas en Copacabana
—Y
yo también te vi, discutías con tu mujer.
—Sí,
es cierto, hablas muy bien el castellano.
—Viví
tres años en Chile y allí aprendí.
—¿Chile?
De allí vengo yo.
—¿Vacaciones?
—SÍ,
vacaciones —respondió él—. Pero mejor háblame de ti.
—¿Qué
quieres saber?
—Algo
o todo, primero dime tu nombre…
—Ipanema,
llámame Ipanema.
—¿Ipanema?
Igual que esta playa.
—Sí,
llámame así, total esto que puede pasar, no durará más tiempo que el tiempo que
dura el carnaval.
—¿De
dónde eres o dónde vives?
—Vivo
en un barrio hermoso que está entre Ipanema y Copacabana.
—¿Cómo
se llama?
—Es
uno de los barrios más hermosos de Río.
—Pero,
¿Cómo se llama?
—Es
un barrio muy lindo —respondió ella—. Y corrió con toda su hermosura hacía las
olas que esperaban acariciar ese cuerpo.
Pasaron
las horas, el sol abrazó y pintó sus cuerpos de un solo color, el Atlántico
acarició esas pieles solitarias ansiosas de abrazo carnal, y al anochecer la
luna carioca los contemplaba en menguante.
Esa
noche fue de caricias, besos, olvido, carnaval, sudor de turista lejano
mezclado con sudor de favela y pasión descontrolada en un hostal a varias
cuadras de la playa.
Al
siguiente día desde temprano, playa, mar y sol; almuerzo solo para engañar el
apetito y nuevamente playa, mar, sol, abrazos, caricias, besos y olvido.
Pasaron las horas hasta que llegó otra noche de amor y pasión.
Con
el nuevo sol los amantes corrían al mar y en abrazos sin tiempo pasaban las
horas
Esa
tarde apareció por la playa el mismo grupo de adolescentes jugadores de pelota,
se quedaron cerca de la pareja y trataban de todas formas llamar la atención de
ella, pero ella como si no existieran y él dándose cuenta de ello se acordó de
su mujer.
Tercera
noche de hostal cómplice de pasión desenfrenada y olvido total de situaciones
pasadas que muchas veces lastiman los recuerdos.
Muy
temprano, un nuevo día, un poco nublado que amenazaba lluvia, igual no fue
impedimento para volver a la playa del romance y el ensueño.
Ella
corrió buscando la caricia de las olas, mientras él tendido en la arena
recordaba esas noches de pasión, en esa aventura no pensada, ni planeada, ni
siquiera soñada, que hoy era realidad.
Lo
sacaron de sus pensamientos los gritos de un grupo de jóvenes que venían
llegando, eran los mismos jugadores de pelota del día anterior y de Copacabana,
pensando en el día anterior y en la actitud de su amada carioca no les prestó
mayor atención.
Ellos
se pusieron a jugar en el amplio espacio que a esa hora de la mañana había
entre él y las olas que morían en la arena, a la vez sus ojos que miraban hacia
el mar y el sol, lo cual producía un efecto de figuras en movimientos sin
distinguir colores, como si fueran sombras chinas que jugaban en el horizonte,
buscaban la silueta de Ipanema.
A
los pocos minutos divisó que ella, como una curvada figura china, emergía de
las olas, pisaba la arena y corría hacia él, se paró y entusiasmado le hacía
señas con los brazos para que lo ubicara, ella corría. Al pasar corriendo por
entre el grupo de muchachos, se detuvo, tomó la pelota que llegó a sus pies y
la lanzó hacia las alturas lo que provoco una algarabía entre el grupo que
corrió a tomar la pelota, perdiéndose ella entre un mar de cabelleras oscuras y
rubias, piernas, brazos y algarabía
juvenil…
Después
de aquella algarabía juvenil, observó
nuevamente que ella corría hacia él. Un abrazo, caricias, un beso largo
con lengua atrevida y se tendió a su lado.
A
los pocos minutos, de improviso ella se puso de pie, tomó su toalla y lo miró
con ojos de tristeza diciéndole:
—Perdona,
me voy…es la vida, es el carnaval, es el alegre y triste carnaval de la vida,
agradezco tu tiempo y tu soledad que ayudaron un poco a mitigar mi propia
soledad…
Luego
le dio un beso apurado y corrió hacia el grupo de muchachos. Todos juntos,
ellos y ella, se alejaron hacia el mar, perdiéndose tras el reflejo del sol que
hería la vista del solitario enamorado, y dibujaba sombras en movimiento al trasluz
del horizonte, mientras en la radio de algún turista se escuchaba “Garota de
Ipanema”
Amantes
de luna en menguante
Fuimos
postreros estertores de finales de un verano.
Estertores
de dos cuerpos que vagaban solitarios,
dibujando
soledades en las arenas de Ipanema.
Solo
fuimos amantes del menguante de una luna,
ni
tu nombre ni mi nombre se grabaron en recuerdos.
Fue
nuestro propio carnaval sin guirnaldas ni caretas,
labios
conjugados, brazos apretados, muslos distendidos,
en
noches calientes con ritmo de samba y bossa-nova,
que
duro tanto como mengua o crece la cara de la luna
o
tan poco como dura la vibrante pasión del carnaval.
Fuimos
corso; fui Rey Momo y tú fuiste la comparsa
de
contornos tentadores cubiertos con tu piel anochecida.
Fui
tu amante anónimo, vagabundo de otras tierras,
que
con el frenético y cimbreante ondular de tus caderas,
olvidé
la soledad que cargaba como parte de equipaje.
Después
de tres noches con sus días de atlánticas caricias,
retozando
complacidos en lecho con sábanas de arena,
muy
de amanecida, no sé si fue un llamado o fue locura,
desnuda
corriste hacia la luz que en el este se insinuaba
y
sin detenerte te fuiste perdiendo entre olas encrespadas,
hasta
alcanzar la luz y fundirte con el sol en un abrazo.
Solo
otra vez en la orilla, en arena mojada dibujando,
pensando,
acongojado, que no supe llenar tu soledad
en
ese corto y loco carnaval de la playa de Ipanema.
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