jueves, febrero 12, 2015

Los amantes de Ipanema


Vicente Herrera Márquez



 Aquella discusión realmente terminó con el último vínculo que aún los unía. Los empleados de aquel hotel en Copacabana  todavía deben recordar aquella discusión que comenzó en el comedor  durante el desayuno, continuo en los pasillos y en el cuarto y no paró hasta que ella con sus bolsos y maleta subió a un taxi que la  llevó directo al aeropuerto de Galeao donde abordó un avión que la llevó de regreso a su país.

Todo había comenzado el día anterior en la playa frente al hotel. Después de cruzar la avenida Atlántida se detuvieron en un kiosco a comprar cigarrillos. Mientras él compraba su mujer coqueteaba con un pequeño grupo de jóvenes cariocas que jugaban con una pelota de plástico, adolescentes de no más de dieciséis o diecisiete años. Esto lo molestó y comenzó a recriminarle a ella su actuación. Estas situaciones se habían venido sucediendo desde el primer día que habían llegado a Rio de Janeiro, los primeros días de carnaval. Todos los días tenían pequeñas discusiones por esto y era algo que nunca antes había sucedido, seguramente el clima, la distención carioca, la ausencia del medio inquisidor acostumbrado en el círculo conservador que la rodeaba en su país  y la acumulación de frustraciones habían llevado a que ella se comportara en una forma desenfadada y liberal, por no decir libertina. Cosa que estaba complotando para no lograr unas tranquilas y agradables vacaciones.
Ya tendidos en la playa abrazados por el calor tropical se acercó a jugar con su pelota el mismo grupo de muchachos que estaban en el kiosco, a ellos se había agregado un joven alto y fornido de reluciente piel morena que sobresalía entre los demás.
Al verlo, ella se puso de pie como desafiando al mar y haciéndose notar a los ojos de aquel esplendido carioca. Mujer de treinta y cinco con muy buena figura, también llamaba la atención con su minúsculo bikini que jamás se había atrevido a usar en las piscinas o playas de su país, lo que también llamó la atención del aquel jugador de pelota. Todo el rato, que estuvieron en la playa, más o menos tres horas, el coqueteo fue descarado y notorio.
Allí comenzó la gran discusión y prácticamente el quiebre definitivo, lo que llevó al regreso apresurado de ella a su país y la incertidumbre de él en el epicentro del carnaval de la vida.
Ese último día mientras su mujer coqueteaba, mientras él trataba de disimular su enojo e incomodidad se detuvo a observar una solitaria mujer que tomaba sol como a cinco metros. Le llamó la atención más que su cuerpo que sin ser espectacular a nadie dejaba indiferente, la atractiva y misteriosa belleza de esa mujer made in Brasil, mulata de ojos claros y un dejo de tristeza en su mirada. Por algunos  momentos, durante el tiempo que allí estuvieron, sus miradas se cruzaban, se detenían  y se mantenían por largos segundos pero sin muecas o gestos que denotaran algo más allá de simples miradas, como existen miles  de ellas en todas las playas del mundo.

Aquel día, después de la gran pelea y huida intempestiva, por la tarde él salió del hotel sin un destino definido a buscar olvido y sosiego para sus inquietudes. Sin pensarlo, después de abordar un medio de transporte  en la avenida Copacabana se encontró caminando por las calles de otro lugar importante y conocido de la capital del carnaval: Ipanema.
Luego de caminar como cuatro cuadras llegó a la playa, compró un periódico, buscó un lugar donde no hubieran personas jugando a la pelota  o con paletas y sacando una cerveza de su bolso se puso a leer las noticias, entre ellas el balance del recién finalizado carnaval con su secuela de riñas, asaltos y muertes propias de este desenfreno anual, también las noticias del futbol a lo largo y ancho del mundo y las consecuencias de la crisis financiera.
Cuando hubo concluido con la lectura y otra lata de cerveza, se dio cuenta que ya la playa era un mar de gente, al desplazar su mirada en todo el rededor sus ojos se detuvieron en un bello cuerpo que le pareció conocido y al ver aquel rostro con un dejo de amargura, se acordó muy bien quien era. Era la mulata triste que había llamado su atención el día  anterior en la playa de Copacabana. Ella también lo vio y sus miradas se encontraron, y se detuvieron entre sí mucho más tiempo que el día anterior. Él hizo un gesto con sus labios como diciendo: hola, los labios de ella revirtieron el mismo gesto pero con un dejo de tristeza en su sonrisa… 
Esto más las cervezas y la soledad lo impulsaron a acercarse a aquella mujer de la sonrisa triste y piel anochecida…
—Puedo sentarme a tu lado   —preguntó.
—Claro que puedes —contestó ella—, la playa es de todos, es mía y es tuya, es del samba y del bossa-nova y también de las tristezas y las soledades…
—Ayer te vi —dijo él— estabas en Copacabana
—Y yo también te vi, discutías con tu mujer.
—Sí, es cierto, hablas muy bien el castellano.
—Viví tres años en Chile y allí aprendí.
—¿Chile? De allí vengo yo.
—¿Vacaciones?
—SÍ, vacaciones —respondió él—. Pero mejor háblame de ti.
—¿Qué quieres saber?
—Algo o todo, primero dime tu nombre…
—Ipanema, llámame Ipanema.
—¿Ipanema? Igual que esta playa.
—Sí, llámame así, total esto que puede pasar, no durará más tiempo que el tiempo que dura el carnaval.
—¿De dónde eres o dónde vives?
—Vivo en un barrio hermoso que está entre Ipanema y Copacabana.
—¿Cómo se llama?
—Es uno de los barrios más hermosos de Río.
—Pero, ¿Cómo se llama?
—Es un barrio muy lindo —respondió ella—. Y corrió con toda su hermosura hacía las olas que esperaban acariciar ese cuerpo.

Pasaron las horas, el sol abrazó y pintó sus cuerpos de un solo color, el Atlántico acarició esas pieles solitarias ansiosas de abrazo carnal, y al anochecer la luna carioca los contemplaba en menguante.
Esa noche fue de caricias, besos, olvido, carnaval, sudor de turista lejano mezclado con sudor de favela y pasión descontrolada en un hostal a varias cuadras de la playa. 
Al siguiente día desde temprano, playa, mar y sol; almuerzo solo para engañar el apetito y nuevamente playa, mar, sol, abrazos, caricias, besos y olvido. Pasaron las horas hasta que llegó otra noche de amor y pasión.
Con el nuevo sol los amantes corrían al mar y en abrazos sin tiempo pasaban las horas
Esa tarde apareció por la playa el mismo grupo de adolescentes jugadores de pelota, se quedaron cerca de la pareja y trataban de todas formas llamar la atención de ella, pero ella como si no existieran y él dándose cuenta de ello se acordó de su mujer.
Tercera noche de hostal cómplice de pasión desenfrenada y olvido total de situaciones pasadas que muchas veces lastiman los recuerdos.
Muy temprano, un nuevo día, un poco nublado que amenazaba lluvia, igual no fue impedimento para volver a la playa del romance y el ensueño.
Ella corrió buscando la caricia de las olas, mientras él tendido en la arena recordaba esas noches de pasión, en esa aventura no pensada, ni planeada, ni siquiera soñada, que hoy era realidad.
Lo sacaron de sus pensamientos los gritos de un grupo de jóvenes que venían llegando, eran los mismos jugadores de pelota del día anterior y de Copacabana, pensando en el día anterior y en la actitud de su amada carioca no les prestó mayor atención.
Ellos se pusieron a jugar en el amplio espacio que a esa hora de la mañana había entre él y las olas que morían en la arena, a la vez sus ojos que miraban hacia el mar y el sol, lo cual producía un efecto de figuras en movimientos sin distinguir colores, como si fueran sombras chinas que jugaban en el horizonte, buscaban la silueta de Ipanema.
A los pocos minutos divisó que ella, como una curvada figura china, emergía de las olas, pisaba la arena y corría hacia él, se paró y entusiasmado le hacía señas con los brazos para que lo ubicara, ella corría. Al pasar corriendo por entre el grupo de muchachos, se detuvo, tomó la pelota que llegó a sus pies y la lanzó hacia las alturas lo que provoco una algarabía entre el grupo que corrió a tomar la pelota, perdiéndose ella entre un mar de cabelleras oscuras y rubias,  piernas, brazos y algarabía juvenil…
Después de aquella algarabía juvenil, observó  nuevamente que ella corría hacia él. Un abrazo, caricias, un beso largo con lengua atrevida y se tendió a su lado.
A los pocos minutos, de improviso ella se puso de pie, tomó su toalla y lo miró con ojos de tristeza diciéndole:
—Perdona, me voy…es la vida, es el carnaval, es el alegre y triste carnaval de la vida, agradezco tu tiempo y tu soledad que ayudaron un poco a mitigar mi propia soledad…
Luego le dio un beso apurado y corrió hacia el grupo de muchachos. Todos juntos, ellos y ella, se alejaron hacia el mar, perdiéndose tras el reflejo del sol que hería la vista del solitario enamorado, y dibujaba sombras en movimiento al trasluz del horizonte, mientras en la radio de algún turista se escuchaba “Garota de Ipanema”


Amantes de luna en menguante

Fuimos postreros estertores de finales de un verano.
Estertores de dos cuerpos que vagaban solitarios,
dibujando soledades en las arenas de Ipanema.
Solo fuimos amantes del menguante de una luna,
ni tu nombre ni mi nombre se grabaron en recuerdos.
Fue nuestro propio carnaval sin guirnaldas ni caretas,
labios conjugados, brazos apretados, muslos distendidos,
en noches calientes con ritmo de samba y bossa-nova,
que duro tanto como mengua o crece la cara de la luna
o tan poco como dura la vibrante pasión del carnaval.
Fuimos corso; fui Rey Momo y tú fuiste la comparsa
de contornos tentadores cubiertos con tu piel anochecida.
Fui tu amante anónimo, vagabundo de otras tierras,
que con el frenético y cimbreante ondular de tus caderas,
olvidé la soledad que cargaba como parte de equipaje.
Después de tres noches con sus días de atlánticas caricias,
retozando complacidos en lecho con sábanas de arena,
muy de amanecida, no sé si fue un llamado o fue locura,
desnuda corriste hacia la luz que en el este se insinuaba
y sin detenerte te fuiste perdiendo entre olas encrespadas,
hasta alcanzar la luz y fundirte con el sol en un abrazo.
Solo otra vez en la orilla, en arena mojada dibujando,
pensando, acongojado, que no supe llenar tu soledad
en ese corto y loco carnaval de la playa de Ipanema.

No hay comentarios.: