Vicente Herrera Márquez
Ayer, viernes 27 de abril, otoño de 2012, llovía torrencialmente en Santiago.
Con lluvia y con frío igual
tuve que salir, se me habían terminado las pastillas para controlar el
colesterol y contrarrestar los efectos de mi gula desmedida.
La farmacia está relativamente
cerca en un centro comercial a pocas cuadras. Me puse zapatos para agua, una
casaca también para agua y tomé ese adminículo para-aguas o paraguas que no lo
usaba desde la última lluvia del invierno pasado.
Salgo a la calle, abro el
paraguas y se rompen varias varillas metálicas que le dan su forma cupular
¿Qué hago, vuelvo y espero que la lluvia amaine, dejo la compra
de la Atorvastatina para mañana o sigo y me mojo, total que le hace el agua al
pescado, y compro otro paraguas chino cuando llegue al centro comercial?
¿Volver para seguir
discutiendo? Mejor no. Prefiero seguir aunque me moje, compro la Atorvastatina
y otro paraguas venido de China y vuelvo tranquilo cantando bajo la lluvia.
Al poco andar, de repente a
través de la copiosa lluvia a unos veinte o veinticinco metros y medio, delante
de mí veo una silueta de mujer alta y esbelta cubierta por un paraguas de color
azul claro que va rauda esquivando las pozas de agua en la vereda, su
cabeza la cubre al parecer un pañuelo
también azul claro y su talle una chaqueta ajustada de color azul, aunque no
tan claro.
Quedo obnubilado y extasiado
como diría ese insipiente aprendiz de poeta que siempre viaja en mis bolsillos.
Esa imagen, aunque de espaldas, yo la conozco o mejor dicho a esa mujer yo la
conozco aunque su rostro nunca lo he visto, pero esa esbeltez encaramada en
esos altos y delgados tacones más esos movimientos sensuales moviendo su
paraguas y esquivando las pozas de agua
y las personas que se cruzan en la vereda, son la película animada que
quedó grabada en mi desde que la vi por primera vez en algún sueño, en un
momento de desvarío, la divisé en alguna
página de internet o la encontré en algún recodo de mi pensamiento.
Me olvido de mi paraguas, es
más lo arrojo en un contenedor de basuras y sin importar la lluvia comienzo a
seguirla, apuro mis pasos, ella también; corro, ella también; salto una charca
y ella también; cierra su paraguas y mira hacia el cielo, yo no; la lluvia
sigue copiosa inundando la calle, mojando cabelleras y pensamientos y sobre
todo dando comienzo a lo que parece el inicio del término de la sequía que nos
está resecando ya por varios años.
Se pierde entre la gente y los
paraguas, pero como el noventa y nueve por ciento de estos adminículos son
negros no me cuesta mucho divisar el azul claro.
¿Sus ojos serán del mismo
color? ¿Y su pelo, será rubio natural, castaño natural o será de algún color
con número agregado? No importa ni el color de los ojos ni el del pelo, yo solo
espero que tenga color y olor de mujer. Esa silueta me cautivó y tengo que
alcanzarla para ver su sonrisa y ojalá,
ojalá escuchar su voz.
—¿Dónde está? Se perdió en la
multitud de siluetas…
—¿Dónde está?
—¿Dónde está?
—¿Dónde está? No la veo.
Corro, me elevo en la punta de
mis pies, doy vueltas como loco, no está.
Llego a una esquina, miro a
todas direcciones y veo la farmacia, me acuerdo de la Atorvastatina, de mi
paraguas roto, del agua que estila de mi ropa, de la lluvia en mi escasa
cabellera, de mi mujer que va a regañar cuando llegue y con barro y agua
ensucie la alfombra, lo que será pretexto para la eterna discusión por mi
indiferencia y desapego y también por
sus manías y celos, y como de costumbre saldrá a relucir ese asunto de la
postergada separación.
Un ómnibus oruga del
Transantiago que pasa raudo levantando una lluvia al revés, desde el suelo
hacia el cielo, me empapa de pies a cabeza y a lo ancho de mi abultada cintura
me vuelve a la realidad de mi persecución.
La vuelvo a buscar y de
improviso la veo tan solo a cinco metros de mí, pero siempre de espaldas
subiendo apurada a un taxi. De repente ella me mira y veo su rostro pero es tan
corto ese instante que no veo colores, tampoco sonrisa pero si logré distinguir
su hermosura. Ella cierra la puerta, baja el vidrio, me mira de soslayo y para
mi sorpresa, me llama. Yo corro, el taxi comienza a moverse; no me importa el
agua que cae y el agua en la calle, corro a la par del taxi, ella me extiende
su paraguas de color azul claro y me da
una tarjeta que guardo en mi bolsillo para que la cuide el aprendiz de poeta
que siempre vive en él…
Allí, en la misma esquina de
la farmacia abordé un taxi y volví a mi casa. Entré, teñí de barro la alfombra,
transformé en rio el pasillo hasta el baño y comenzó otra tormenta.
Mi mujer comenzó a regañarme y
retarme, le explique de la intensidad de la lluvia, del paraguas roto, le hablé
de la multitud y del frío, pero no sé si me escuchaba.
Ella hablaba, hablaba,
gesticulaba y vociferaba a voz en cuello.
—¿Compraste tu medicamento? —Preguntó
—¿Qué medicamento? —Respondí. En ese momento recordé a qué había
salido yo a la calle.
—¿Y ese paraguas? ¿De dónde lo
sacaste? ¿De quién es? ¿De quién es? —Preguntó
—¿Cuál paraguas? —Respondí
—¡Esto llegó a su fin, ya no
da para más! —Exclamó ella y agregó:
—Mañana mismo comenzamos a
tramitar el divorcio-
—Si tú lo quieres, así
será —Respondí, pensando en aquella silueta, bajo
la lluvia.
Mientras me cambiaba de ropa,
vacié los bolsillos y encontré la tarjeta mojada pero aún legible, el nombre no
se leía muy bien, aunque decía algo así como…bueno, el nombre es para mí, pero
bien claro aún se podía leer: Abogada - Estudio Jurídico - Especialidad en
trámites de divorcio.
¿Destino, casualidad, causalidad, o simple coincidencia?
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