jueves, febrero 12, 2015

Atorvastatina



Vicente Herrera Márquez



Ayer, viernes 27 de abril, otoño de 2012, llovía torrencialmente  en Santiago.

Con lluvia y con frío igual tuve que salir, se me habían terminado las pastillas para controlar el colesterol y contrarrestar los efectos de mi gula desmedida.

La farmacia está relativamente cerca en un centro comercial a pocas cuadras. Me puse zapatos para agua, una casaca también para agua y tomé ese adminículo para-aguas o paraguas que no lo usaba desde la última lluvia del invierno pasado.

Salgo a la calle, abro el paraguas y se rompen varias varillas metálicas que le dan su forma cupular

¿Qué hago, vuelvo y  espero que la lluvia amaine, dejo la compra de la Atorvastatina para mañana o sigo y me mojo, total que le hace el agua al pescado, y compro otro paraguas chino cuando llegue al centro comercial?

¿Volver para seguir discutiendo? Mejor no. Prefiero seguir aunque me moje, compro la Atorvastatina y otro paraguas venido de China y vuelvo tranquilo cantando bajo la lluvia.

Al poco andar, de repente a través de la copiosa lluvia a unos veinte o veinticinco metros y medio, delante de mí veo una silueta de mujer alta y esbelta cubierta por un paraguas de color azul claro que va rauda esquivando las pozas de agua en la vereda, su cabeza  la cubre al parecer un pañuelo también azul claro y su talle una chaqueta ajustada de color azul, aunque no tan claro.

Quedo obnubilado y extasiado como diría ese insipiente aprendiz de poeta que siempre viaja en mis bolsillos. Esa imagen, aunque de espaldas, yo la conozco o mejor dicho a esa mujer yo la conozco aunque su rostro nunca lo he visto, pero esa esbeltez encaramada en esos altos y delgados tacones más esos movimientos sensuales moviendo su paraguas y esquivando las pozas de agua  y las personas que se cruzan en la vereda, son la película animada que quedó grabada en mi desde que la vi por primera vez en algún sueño, en un momento de desvarío,  la divisé en alguna página de internet o la encontré en algún recodo de mi pensamiento.

Me olvido de mi paraguas, es más lo arrojo en un contenedor de basuras y sin importar la lluvia comienzo a seguirla, apuro mis pasos, ella también; corro, ella también; salto una charca y ella también; cierra su paraguas y mira hacia el cielo, yo no; la lluvia sigue copiosa inundando la calle, mojando cabelleras y pensamientos y sobre todo dando comienzo a lo que parece el inicio del término de la sequía que nos está resecando ya  por varios años.

Se pierde entre la gente y los paraguas, pero como el noventa y nueve por ciento de estos adminículos son negros no me cuesta mucho divisar el azul claro.

¿Sus ojos serán del mismo color? ¿Y su pelo, será rubio natural, castaño natural o será de algún color con número agregado? No importa ni el color de los ojos ni el del pelo, yo solo espero que tenga color y olor de mujer. Esa silueta me cautivó y tengo que alcanzarla para ver su sonrisa  y ojalá, ojalá escuchar su voz.

—¿Dónde está? Se perdió en la multitud de siluetas…

—¿Dónde está?

—¿Dónde está?

—¿Dónde está? No la veo.

Corro, me elevo en la punta de mis pies, doy vueltas como loco, no está.

Llego a una esquina, miro a todas direcciones y veo la farmacia, me acuerdo de la Atorvastatina, de mi paraguas roto, del agua que estila de mi ropa, de la lluvia en mi escasa cabellera, de mi mujer que va a regañar cuando llegue y con barro y agua ensucie la alfombra, lo que será pretexto para la eterna discusión por mi indiferencia y desapego y también  por sus manías y celos, y como de costumbre saldrá a relucir ese asunto de la postergada separación.

Un ómnibus oruga del Transantiago que pasa raudo levantando una lluvia al revés, desde el suelo hacia el cielo, me empapa de pies a cabeza y a lo ancho de mi abultada cintura me vuelve a la realidad de mi persecución.

La vuelvo a buscar y de improviso la veo tan solo a cinco metros de mí, pero siempre de espaldas subiendo apurada a un taxi. De repente ella me mira y veo su rostro pero es tan corto ese instante que no veo colores, tampoco sonrisa pero si logré distinguir su hermosura. Ella cierra la puerta, baja el vidrio, me mira de soslayo y para mi sorpresa, me llama. Yo corro, el taxi comienza a moverse; no me importa el agua que cae y el agua en la calle, corro a la par del taxi, ella me extiende su paraguas  de color azul claro y me da una tarjeta que guardo en mi bolsillo para que la cuide el aprendiz de poeta que siempre vive en él…

Allí, en la misma esquina de la farmacia abordé un taxi y volví a mi casa. Entré, teñí de barro la alfombra, transformé en rio el pasillo hasta el baño y comenzó otra tormenta.

Mi mujer comenzó a regañarme y retarme, le explique de la intensidad de la lluvia, del paraguas roto, le hablé de la multitud y del frío, pero no sé si me escuchaba.

Ella hablaba, hablaba, gesticulaba y vociferaba a voz en cuello.

—¿Compraste tu medicamento?  —Preguntó

—¿Qué medicamento?  —Respondí. En ese momento recordé a qué había salido yo a la calle.

—¿Y ese paraguas? ¿De dónde lo sacaste? ¿De quién es? ¿De quién es?  —Preguntó

—¿Cuál paraguas?  —Respondí

—¡Esto llegó a su fin, ya no da para más!  —Exclamó ella y agregó:

—Mañana mismo comenzamos a tramitar el divorcio-

—Si tú lo quieres, así será    —Respondí, pensando en aquella silueta, bajo la lluvia.

Mientras me cambiaba de ropa, vacié los bolsillos y encontré la tarjeta mojada pero aún legible, el nombre no se leía muy bien, aunque decía algo así como…bueno, el nombre es para mí, pero bien claro aún se podía leer: Abogada - Estudio Jurídico - Especialidad en trámites de divorcio.

¿Destino, casualidad,  causalidad, o simple coincidencia?

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