Vicente
Herrera Márquez
Ella, no estoy muy seguro, pero creo que era
estudiante de Literatura, la había conocido el día anterior paseando, o
conquistando por los pasillos del mall y hoy esperaba impaciente la hora de la
cita en el mismo recinto, frente a los cines. Cita que habíamos concertado por teléfono, durante esa
mañana. (Los hombres siempre decimos que conquistamos, cuando en realidad los
conquistados somos nosotros y nos hacen creer que somos conquistadores,
nosotros sólo somos simples aventureros en busca de tesoros.
La impaciencia me hizo salir de la casa con bastante
tiempo de anticipación.
Caminé largas cuadras hasta que casi exhausto me
senté a descansar y fumar un cigarrillo en un banco de un parque que encontré
en mi camino, aún sin rumbo hacia la cita acordada.
Observé con detenimiento a los niños que jugaban a
la pelota, a las mamás que entretenían a sus pequeños hijos en los toboganes y
columpios del parque, a los ancianos que lentamente recorrían los senderos, a
las muchachas que más allá ensayaban pasos de reguetón y a muchos otros que
apurados competían con el ritmo de la ciudad.
Mi mirada distraída se detuvo a observar a una mujer
que recogía una larga manguera de riego y algunas herramientas de jardín, era
una trabajadora que realizaba la mantención y el riego del parque. Estaba como
a unos cuarenta metros de donde yo me encontraba, se notaba alta y morena,
vestía un buzo verde con franjas amarillas y un jockey también verde y amarillo, los colores me
recordaron los de la camiseta de la selección de futbol de Brasil y por ende
trajeron a mi mente también imágenes de bellos cuerpos de hermosas mujeres en
la playas de Copacabana e Ipanema.
Ensimismado me quedé observando como enrollaba la
manguera y como manejaba aquella con facilidad, la cargó en un hombro y caminó
como veinte metros hasta un lugar donde había juntado las herramientas, pensé
que allí esperaría algún vehículo que vendría a buscarla...
Ella se agachó y levantó una tapa metálica que desde
la distancia no se notaba por el largo del pasto que cubría el suelo, era una
cámara subterránea donde se disponía a guardar sus elementos de trabajo.
Luego observé que del interior extraía una bolsa de
plástico de la cual sacó ropa para cambiarse.
A la vista de todos los que por allí pasaban y de la mía por supuesto,
ella se fue cambiando de ropa y transformándose, brindando un acto de
travestismo gratuito, elegante y reservado. Fue la metamorfosis de una
esforzada trabajadora de jardines y parques, en una mujer vestida como para ir
a conquistar galanes a cualquier plaza o paseo de la ciudad.
Poco a poco cambió su traje de trabajo por una blusa
blanca de amplio escote, su pantalón de buzo en un momento fue falda corta y
colorida, y todo esto sin llamar la atención y sin parecer un acto obsceno o
provocador, lo hizo de esa forma que las mujeres saben hacerlo, que a vista de
todo el mundo pueden sacarse y cambiar sus prendas íntimas y nadie, en aquel
acto, ve nada más allá de lo que ella quiero. Por lo que me di cuenta, era yo
el único que la observaba, seguramente este era un acto cotidiano que no
llamaba mayormente la atención de los que ncotidianamente poblaban el parque,
en cambio yo era casualidad que estuviera allí.
Lentamente fue cambiando, con el buzo parecía con
kilos de sobra, con su falda sobre las rodillas, los kilos estaban precisos y
distribuidos en forma armónica, lo que también
demostraba su blanca y ajustada blusa; debajo del jockey verde-amarello
se escondía una larga y bien tenida cabellera de color castaño claro, por la
distancia no podía distinguir sus facciones, pero mi imaginación pródiga de
fantasía en momentos así, las adivinaba.... ¡Claro que las adivinaba!
De la bolsa sacó una pequeña mochila de la cual
extrajo, al parecer, un espejo, un peine y aparentemente otros elementos
propios que las mujeres usan para realzar su belleza.
Yo miraba ensimismado como ella acicalaba su pelo y
pintaba sus labios, ese acto sensual que
manejan tan bien las mujeres y muchas veces parece un acto de lujuria.
De la bolsa plástica sacó un par de jeans de color
azul, lo sacudió al aire y lo planchó con sus manos, luego lo doblo cuidadosamente
y lo introdujo en la pequeña mochila,
pensé que tal vez podría cambiarlo por la falda en algún baño público.
También guardó en su mochila lo que a la distancia me pareció un par de zapatos
de altos tacones. Puso la indumentaria de trabajo en otra bolsa y la introdujo
en la cámara donde había guardado las herramientas. De su mochila sacó un
frasco de perfume y roció éste en su cuello, sus muñecas y en parte de su
blusa, una última mirada en el espejo,
cerró la puerta metálica y encendió un cigarrillo.
Del bolsillo sacó algo que a la distancia parecía un
teléfono celular, lo miró por algunos momentos, lo guardó, y luego lo volvió a sacar, mientras tanto se
alejaba con rumbo quien sabe dónde con su pequeña mochila colgando del hombro
izquierdo…
Quedé, ensimismado, con la boca abierta y un
cigarrillo que se había consumido sin fumarlo. El sonido del celular me sacó de
mis lúdicas abstracciones, mientras aquella mujer que llamó mi atención, había
desaparecido tras un telón verde de árboles y arbustos.
Quien llamaba era la dueña de la cita, para
preguntarme cómo y dónde estaba y además recordarme que en una hora más nos
encontraríamos en el lugar acordado.
No me había dado cuenta del paso del tiempo y
calculé que estaba con los minutos precisos para llegar al lugar del encuentro,
tenía que abordar prontamente el metro en la estación cercana.
Cuando me dirigí a la estación, pasé por donde
estaba la cámara con puerta de fierro que era bodega de herramientas y el
guardarropa de aquella mujer, y percibí
nítidamente el aroma del perfume que ella había puesto en su cuello y en su
blusa, aroma que ya en otras ocasiones y situaciones había impresionado mi
sentido del olfato. Envuelto en esa
delicada fragancia me fui en demanda de la cita, pensando que algo tenía que
escribir sobre lo que había visto esa tarde, y además lo llevaba como tema para
comentárselo a la chica que me esperaba.
Y lo que son las cosas… en el andén de la estación
nítidamente volví a percibir aquel aroma que me era conocido de antes, y también
desde hacia algunos minutos.
Llegué al lugar de la cita justo a la hora, ella aún
no llegaba. Al poco la vi venir entre la muchedumbre. Alta, hermosa y
desafiante en su tacos altos, con una pequeña mochila seguramente con libros y
cuadernos, colgando de su hombro izquierdo; vestida con una blusa blanca de
gran escote que mostraba una piel de suavidad y tersura soñada; pantalón jeans
azul ajustadísimo que modelaba a la perfección sus exquisitas curvas; pelo
castaño suelto y ondulante, semblante sonriente, mientras mi mente inquieta
suponía un beso en esos labios rojos…
—Hola, perdona por haberte hecho esperar, el profe
de literatura no terminaba nunca la clase de cómo buscar un tema para escribir
un cuento…
Nos acercamos el uno al otro y nos saludamos con un
abrazo y un beso en la mejilla, mejilla que sentí suave y tersa rozando mi
cara.
Mientras nuestras rostros se acariciaban me envolvió
un aroma, era el mismo aroma exquisito y
conocido. Exactamente el mismo, el mismísimo que me seguía desde aquella cámara
subterránea con tapa de hierro en el parque en el que había estado descansando,
fumando un cigarrillo y esperando que llegara la hora de la cita....
Inconfundible, el mismo aroma: CH de… la Carolina…
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